jueves, 31 de julio de 2014

Pecas de sangre.


Pecas de sangre.
Marcos Ezequiel Hillebrand.
shaquerla.blogspot.com


      Entró y parecía una tintorería cualquiera. ¿Qué otro estado de ánimo podría uno sentir frente a todas esas máquinas, que no sea la indiferencia? No había mucho por lo que alegrarse o entristecerse. Un establecimiento donde tiñen o lavan la ropa, uno paga y se la devuelvan impecable. 
Él no iba mucho a las tintorerías, y si en un mes hubiese necesitado ir dos veces, iría a dos tintorerías distintas; y si necesitase ir tres, iría a tres distintas. Este acto peculiar de no menudear un mismo sitio, con la misma gente, podría llevar detrás un complejo de apatía por crear lazos o vincularse con las personas, y quizás también un complejo de superioridad. Al verlo le traía a uno la sensación de asco, disimulado, intentando no hacer creer al mundo de que estaba bajo sus pies, y que él sentía caminar sobre él. Lo disimulaba, si, pero si uno le observaba bien podía verse, discreto, entre los dientes, esos aires de superioridad. Él no se sentía observado, pero le observaban a veces, eso es un hecho. Alguien siempre descubre tus cadáveres de a poco.
Un empleado, Manuel, como decía su uniforme, llevaba uno de los carros de estanterías cubierto con una lona blanca. Pasó detrás de una de las cabinas de planchado, pasó por un umbral que accedía a la zona trasera donde los clientes no podían pasar, dejó el carro y volvió. Cuando Sosa le vio acercarse se acomodó frente al mostrador y sin precipitarse aguardó . El empleado lo miró, sonrió y permaneció inmóvil con las manos sobre el mostrador. Sosa no saludó y explicó que había dejado unas camisas y unos pantalones de vestir hacía tres días. El empleado asentó, sonrió sin decir palabra y se marchó. 
Ya ni recordaba cuál era la camisa que en realidad estaba sucia. En el pantalón no se notaba la mancha. Rojo sangre, se camuflaba en el negro clásico de la tela del mismo. Pero la camisa sí, la camisa tenía una pequeña mancha en la manga derecha y junto al último botón, debajo del ombligo. Dos pequeñas salpicaduras. Dos pecas de rojo sangre que podían arruinarlo. Siempre fue así y no dejaría de serlo, su meticulosidad y perfeccionismo hasta en los más pequeños detalles le habían valido a Sosa el andar campante por ahí, pisando el mundo con los tacos de sus zapatos, envileciendo las calles del centro y las baldosas de las plazas.
¿Cómo se habían salpicado ahí esas tres pequeñas gotas? De verdad, el pantalón no le molestaba; eran las diminutas pecas rojas en la camisa las que le hacían perder la cabeza. Aquel día cuando volvió a su departamento y vio las salpicaduras le dio mochadas y topetazos a la pared de durlock que separaba el living-comedor de la cocina. Fueron segundos de furia, enloqueció por un rato y se compuso. Automáticamente después se sacó la corbata, el saco, la camisa y el pantalón; se bañó y llevó la ropa de una semana a la tintorería, no podía llevar solo esa camisa, solo ese pantalón. Algunas camisas inclusive estaban limpias, algunos pantalones planchados, pero los arrugó y comprimió dentro de una gran bolsa negra, una de las últimas del paquete del mes pasado. La vez anterior se había encontrado, al llegar a su casa, con un cabello en una de las mangas de su saco de gabardina marrón oscuro. A veces se idolatraba, bien, pero algunas también se aborrecía y tenía ganas de estrangularse por idiota.
El empleado tardaba. Sosa comenzó a inquietarse, algo extraño en él. Comenzó a inquietarse y a sentirse observado. Recordó aquel cabello, las dos manchas de sangre como salpicaduras y su idiota presunción de incompetencia para con los empleados de la tintorería. Manuel no aparecía y Sosa comenzaba a mirar para los costados. Su disimulo era excelente, pero comenzó a transpirar la espalda. Un sudor frío le recordaba el rocío del Martes cuando al abrir el baúl de su Renalut Logan tomaba del interior una bolsa negra, pesada, y la arrojaba a un contenedor. Por primera vez comenzó a sentirse de verdad observado, y a que quizás lo hayan observado detenidamente varios días atrás, y recién ahora, en una tintorería en el centro, esperando que un empleado presuntamente incompetente le trajera sus camisas y sus pantalones -entre los que estarían su pantalón negro clásico manchado y su camisa clara con pecas de sangre muerta-, se diera cuenta. Detrás de la cabina de planchado alguien se cayó, la empleada más anciana yacía en el suelo y todos acudieron a socorrerla, tres clientes que esperaban también se asomaron por sobre el mostrador para ver lo que ocurría mientras la señora se quejaba de un dolor. Sosa giró sobre sus pies para ver qué pasaba pero antes de desentenderse de su malestar unas manos golpearon el mostrador detrás de él. 
El empleado lo miraba fijo y no decía nada. Sonreía. Sosa se entregó a su complejo de superioridad por un segundo y tomó la bolsa azul donde estaban sus prendas. Estiró de los bordes pero el empleado no la soltó. Tiró con más fuerza y nada. Mientras tanto, todos atrás observaban a la señora que comenzaba a levantarse. Sosa observó el rostro de Manuel, sonreía mientras sostenía con fuerza la bolsa. El rostro de Sosa comenzó a desfigurarse frente al empleado incompetente que le hizo sentir que estaba sobre él. Sosa se sintió pisoteado, advertido. Tiró con más fuerza y se la quitó casi cayéndose de espaldas. Se acercó una vez más para pagar. Manuel no dejaba de sonreír mientras le miraba fijo a los ojos y tomaba el dinero.
-Disfrute señor, y vuelva cuando quiera. Cuídese -Dijo por último y "cuídese"  retumbó en la cabeza de Sosa.
Condujo rápido, subió las escaleras corriendo y casi derribó la puerta. Tiró la bolsa sobre la mesa y la desgarró, comenzó a sacar las prendas de ropa y ninguna camisa estaba salpicada, ningún pantalón tampoco manchado. Se arrojó sobre el sillón y respiró pesadamente.
Después de unos minutos sonó el timbre. Bajó y antes de abrir la puerta vio una caja con sus datos escritos en la parte superior. Saludó a Don Medina, el portero, y éste le mencionó sobre la caja y un cartero. Sosa subió y abrió la caja. Habían una carta y una bolsa azul, pequeña. La abrió y estaban su camisa clara y su pantalón negro, cada prenda con sus respectivas salpicaduras. Comenzó a sudar, los oídos se le ahogaron en un pitido sordo dentro de su cabeza. Aturdido y apretando los dientes tomó la carta. Abrió el sobre y desplegó el papel sobre la mesa.
        "No caben dos cuerpos en la misma zanja, ni dos manchas en un mismo filo."
Atte: Un artista como usted.
PD: No piense que no le observan.


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jueves, 24 de julio de 2014

Terminar despacio. El olor a mandarinas y un cliché bastante visto.


"Terminar despacio."
El olor a mandarinas y un cliché bastante visto.

Marcos Ezequiel Hillebrand.
shaquerla.blogspot.com

Pude ver, por un pequeño resquicio de tus palabras, que podría meterme allí, bajo tu piel. Pude ver. Pude ver bajo tus palabras. ¿O dejaste que yo viera? Si lo hiciste con algún propósito me gustaría saberlo; si esa pequeña hendidura existe del azar para que alguien, cualquiera, entrase, eso también me gustaría saber. 
Pensé muchas cosas a lo largo de tu visita, ¿sabías?, esa visita que poco a poco fue tomando pista en ese algo que ni yo sé qué es, y que es, nada más ni nada menos, yo. En el momento mejor, que no fue precisamente a la hora de sacar las conclusiones -bien cualquiera podría haber notado que no fueron pocas-, pude apreciar que tu forma de hablarme y al mismo tiempo de no prestarme atención, o dicho un poco mejor, no interesarte en llegar más profundo, hizo estallar en mi las ganas de olvidarte, creer que podría, a partir de allí y de la pequeña hendidura que dejaste, entrar a tus ojos, a tus manos, a tus palabras, y obligarme a olvidar.
Luego te fuiste. Y yo quizás un poco presuntuoso, algo soberbio, sí, intenté buscarte con disimulo bajo las huellas de tus zapatos a lo largo del pasillo por el que todas las mañanas paso para ir a trabajar, pensando en que después de todo, el arrogante no era yo. Siempre es el mismo ciclo. Te gustaría saber, estoy seguro porque te conozco tanto como te conocía -o un poco menos-, que hago todos mis esfuerzos -tal y como lo pedías todos los días, todos los mediodías, todas las noches- para inclinar mi cabeza y tratar de relegar eso que metros atrás, bajo tus huellas, te hacía aparecer como un fantasma detrás de la puerta.
Es necesario aclarar que no todo tiene que ver con todo, pero que a veces una cosa sí tiene que ver con todas.
Las fotos de mi padre enciendieron en lágrimas una noche de martes que se consumió a la par del cigarrillo, en un pedazo de almohada sin funda y dos colchas llenas de polvo, guardadas desde antes de febrero. ¿Cuándo fue la última vez que te tapaste con alguna de ellas? ¿Estaban salpicadas ya con el polvo asqueroso del recuerdo y de un promiscuo y vulgar invierno? Amaneció un miércoles ordinario y anodino como todos los anteriores hasta aquel miércoles en el que guardamos juntos las colchas porque el invierno, suave, ya había finalizado. Prometían -¿cómo olvidarlo?- soles de verano cálidos, que después de todo fueron apáticos días de un verano indiferente. Las fotos de mi padre seguían ahí donde las últimas dos lágrimas se despidieron sirviéndome una pesadumbre amarga, estaban secas. Guardé las fotos dentro de una caja que ya no te pertenece. Luego marché camino al trabajo.
Hubo un episodio en la historia a continuación de tu espalda en que busqué capitular el ciclo de arrogancia y sufrimiento, presuntuosidad y abandono. Lo conseguí, pero reabrí el camino unas semanas después. Hoy, cuando volvía del trabajo, un olor a mandarinas procedente de una verdulería a dos cuadras de casa me reanudó, recobré algo de mi  memoria insolente, tan a tu favor. El olor, el olor, cuántos recuerdos. Cuando comíamos mandarinas juntos, ¿ya pensabas todas esas cosas de mí? Me acuerdo cada palabra de lo que me dijiste y de lo que no me dijiste también, todos los silencios, tus miradas, también el despedirte taciturno, hundido en un montón de imágenes vacilantes. Aquella imagen, no la puedo borrar. Estaba aturdido, lo recuerdo bien, me invadió un silencio espeso como la brisa brusca que me atropelló después de que cerraras la puerta con una destemplanza que no merecía, y no es por arrogante que lo digo. No lo merecía. No sé si ya pensabas todas esas cosas mientras comíamos mandarinas en la quinta que tus abuelos dejaron a tus padres. 
Todo fue cuestión de días, un poco de discordia, falta de acuerdo en algunas ideas, en algunos proyectos, en algunos aspectos de tu vida y de la mía, todo fue materia de unas pocas horas, quizás cien. Y advertí todo eso al sentir el aroma de las mandarinas. Como manipulado, corrí hasta casa y me puse a escribirte todas estas cosas. Y no es por presuntuoso ni dañino, bien ya te lo supe explicar. Esa hendidura que dejaste y el olor de las mandarinas, tu extraña forma de hablarme y no darme cuidado ni lugar, todo me manipuló. Y aunque con un poco de asombro, no tengo reparo ni culpa en admitir que después de todo me introduje en tus manos y en tus ojos y en tus palabras, pero por sobre todo, también en tu estúpida arrogancia de idiota sin rumbo.
Espero hacerte llorar, o verte volver sobre tus huellas. Porque te odio, pero por sobre todo te extraño. 
Cariños.
  
  


Nota aparte.

  Este cuento en forma de carta, esta historia de un desenlace contada por uno de los protagonistas en medidas partes, basándose en un recuerdo para nada fugaz, lo escribí en más tiempo que el resto de las entradas que suelen llevarme una sentada en las que empiezo y termino, como sacándome las ganas de escribir de encima porque eso me gusta. Traté de lograr lo que vengo practicando en las anteriores entradas, conectar el comienzo con el final en un salto donde el desenlace se da sin una estructura dura.
  El primer párrafo salió solo, sin muchas ideas, por ahí con un claro suave en el horizonte más próximo, pero lo dejé estacionar en el escritorio y después de unos días hice unos arreglos y salieron otras oraciones más. Así fue el proceso hasta llegar a los dos o tres párrafos. Para esas alturas el documento en word tenía como nombre "Terminar despacio", como sugiriéndome a mi mismo que lo haga tranquilo, con parsimonia. Lo terminé hace varios días, pero con el objetivo de subir la vara un poco en cuanto a la calidad de las entradas que me dispuse a llevar a cabo en Shaquerla, pasó varias revisiones. Hoy está acá.
  Cuando estaba ya metido en la historia de estos dos personajes, me di cuenta de que tenían que ser una pareja de hombres, quizás por la arrogancia del uno y la admiración del otro, tan maravillado a la figura de su otra parte tan brutal. Esas son conclusiones detrás de las paredes, sin mucho argumento. Sensaciones. 
  Cuando terminé las revisiones y mastiqué el cuento un par de días volví a leer el nombre del documento, "terminar despacio", y de repente me dije que coincidía con las ganas del protagonista de olvidar y volver a ver a aquel que se fue sin más. Como una conexión, y el punto fuerte, el olor a mandarinas junto con el nombre del documento y un cliché bastante visto con el temita "te odio te extraño", me animé a subirlo al blog. 

    
Saludos.
Marcos.

lunes, 21 de julio de 2014

Quien sí, y quien no. ¿Quién no ambos?


Ambos, ¿quién no?
Marcos Ezequiel Hillebrand.
shaquerla.blogspot.com


Hay cosas que ahogan
y cosas que desahogan.
Hay ahogados que nacen
y ahogados que mueren.
Hay quienes ayudan, 
y hay quienes no.
Hay quienes ahogan a los demás
y quienes desahogan a los demás.
Pero existen en particular
un ahogado y un desahogado
que a pesar de no llevarse bien,
y de ahogarse y desahogarse entre sí,
viven bajo la misma piel.





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viernes, 18 de julio de 2014

Densidad ilegible II


Densidad Ilegible II
Marcos Ezequiel Hillebrand
shaquerla.blogspot.com.ar


Violín soñado.

          Violinistas Húngaros tocan la última pieza frente al emperador y sostienen el equilibrio que va cayendo de a poco como la nieve a los alrededores del continente europeo. Envueltos en sus melodías hablan con las manos y se defienden de las miradas. En un espacio pequeño, tras los demás instrumentos y tras los otros violinistas aparece el pequeño anciano de barba blanca y cabello seco. Siente el devenir de la música y el olor de la guerra. Sabe que una peste se acerca y que tarde o temprano se verán en la obligación de apagar los instrumentos, de poner a correr el tiempo, de dejar que la noche apague las velas, que la nieve deje de caer, la luna ilumine y el fuego deje de calentar. Piensa el violinista húngaro y se convence de su absoluta degradación y de las heridas en el alma que le carcomen poco a poco el cráneo, dejando en absoluta libertad el cerebro, a punto de explotar en medio de una gran sala. Y a su cabeza entran con facilidad los aplausos. Y sin darse cuenta yacía de nuevo en su cama, descalzo, con la luna rebosante en un cielo sin estrellas, y al lado de un fuego frío entre los árboles congelados por el viento sin hogar. Despertó. 


La comodidad del azur.
          Encontrará un abismo donde caer parado, y se lastimará porque le hace bien. Encontrará al final de la calle un templo abandonado donde rezarle a sus dioses muertos, y fingirá estar vivo a cambio de tener en sus manos el destino de sus días, y fingirá también el besar y el abrazar, con la lástima y la pena de haber vendido el alma sin darse tiempo de haber amado primero. Encenderá el hilo encerado sobre el cabo de una vela de hielo, y los dedos le dejarán de funcionar, no le harán caso, y no podrá escribir ni rezar ni acariciar, porque la vela dejará de dar luz, se apagará en agua helada por haber iluminado, y los pies también se le mojarán, entonces no podrá tampoco caminar ni correr ni jugar. 

El valle predilecto y las montañas mironas.

Era extraño saber y tener la seguridad de que él andaba dando vueltas por allí, en forma de quién sabe qué -de alma diría mi abuela y de perro diría él mismo-, entre las montañas que no dicen nada, ni me cuentan si él anda por ahí. Tanto miran, tanto miran que no dicen nada, y están asombradas por la magnificencia de su vuelo, aunque yo no lo veo, y quizás ellas tampoco, lo sienten, que anda por allí cantando en silencio y en transparente fulgor. Era extraño saber también que yo de un momento al otro terminaría allí volando también a su lado, pero en soledad. Su compañía es fría o calurosa, pero nunca es compañía, y eso también me resulta extraño saber. No sé como sé, pero yo sé. Ahora ando tranquilo y entiendo qué es lo que pasa, y que aquel quién sabe en qué forma ahora es una respuesta clara y libre, en forma de viento.

miércoles, 16 de julio de 2014

¡Escúpelo!



¡Escúpelo!

Marcos Ezequiel Hillebrand.
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  Entender que algunas cuestiones se van sucediendo pero que en algún punto acaban, es entender que ya nada es ni más fácil ni más difícil, simplemente acaban. Me ha pasado, con alguna que otra cuestión,que de momento pareciera no tener fin, y que aunque estuviese la ilusión del final, de que uno está próximo a acercarse, continúa y continúa como un hilo largo en un carretel enorme, lleno de nudos. Una vez, en una de esas cuestiones como hilos infinitos, que se van sucediendo una tras otra, desaté un pequeño nudo de esos que también se van sucediendo como sin fin, y a los días de aquellos cinco minutos que me tomó desatarlo, el carretel cayó y rodó por el suelo, ya sin hilo. Vacío. Aquel que parecía no tener fin se consumió a sí y todo el hilo que yo iba sacando tomándolo de la punta ahora estaba todo enredado, enmarañado en el suelo, pero no me importaba. Recuerdo haberlo pisado y arrastrado, luego lo tomé con mis manos y arrojé el gran bollo de cuestiones dentro del tacho de basura. Fue satisfactorio no volver a tirar de la punta del hilo infinito. Del carretel nada más sé, simplemente desapareció. Quizás se haya escondido debajo de la cama y yo nunca lo vi, pero también es bueno suponer esa probable circunstancia, pues estaría lleno de polvo y hasta telarañas, y eso realmente me alegra. Lo único malo es que el tacho de basura nunca se llena, siempre tiene espacio para más, solo me basta meter la cabeza para encontrar otra vez aquel bollo de hilo todo pisoteado y atragantarme con él.

"Las insoportables" y tía Raquel.


"Las insoportables" y tía Raquel.

Marcos Ezequiel Hillebrand.
shaquerla.blogspot.com.ar

Quién sino yo pudiese haber visto en esos rostros tal desilusión. Esa carta, que en medio de una confesión espantosa empalma lo acontecido con detalle, les aterraba. Además de taparse la boca, la mamá de Gonzalo se tocaba la frente y secaba el sudor con el pañuelo humedecido, me observaba y buscaba alguna explicación que yo no podría darle jamás. ¿Quién sino yo? Nadie, era el único delante de esos rostros agonizantes. Y la mamá de Lucio, de espaldas a tía Raquel y la mamá de Gonzalo, y sobre todo de espaldas a la carta desplegada sobre el escritorio, observaba fijo el pasto mojado por el rocío de la noche anterior. El sol apenas comenzaba a asomar y la lámpara hacía nuestra luz, y a las sombras de las ojeras de tía Raquel, que me observaba ya no como una tía sino como desconocida. Como si yo viniese a traerles de la muerte la carta de sus hijos fallecidos, de aquellos niños juguetones que tantos trenes habían visto pasar y en tantos otros habían viajado. Y yo que siempre había ido con ellos, ahora estaba en casa de Papá olvidando que sus rostros eran tan exagerados como llorar de bronca por la felicidad de sus primogénitos, que ahora después de tantos trenes se tomarían un avión y olvidarían a sus madres. Esas madres felices de tenerlos cerca y acurrucados bajo el manto maternal insoportable, ay Olga, ay Silvina. Madres tristes de verlos nacer de nuevo en otro lugar del mundo, olvidando aquellas torturas en las que a la hora de la siesta le prohibían rigurosas el salir a jugar al patio y obligaban dormir hasta las cuatro de la tarde. 
Raquel se fue de la sala y las esperó en el auto. Yo me comí la bronca, les obligué marcharse con la mirada y recordé que al llegar les dije "tías", como cuando les tenía más cariño, a esas madres que repudiaban con celo y entre ellas se culpaban la desdicha en "tan linda amistad la de Lucio y Gonzalo". "¿Qué habrá hecho que terminaran así? Bien machitos que eran", repetía tía Raquel. Y yo aún me pregunto qué diría Raquel del primo Martín, aquel hijito soñado de tía, si se enterase... Solo pude reírme, y pensar que al llegar les dije tías.

jueves, 3 de julio de 2014

Un par desde el decimoquinto, otro desde el decimocuarto.


"Un par desde el decimoquinto, otro desde el decimocuarto."

Marcos Hillebrand.


Él odiaba el andar de aquí para allá de la vecina de arriba. En el decimocuarto los pasos retumbaban con un sonido como de goma, amortiguado. Ésto le desesperaba y se ponía como loco, insoportable, daba vueltas e intentaba contenerse, controlar la exasperación, la intranquilidad, la impaciencia. No entendía qué es lo que tanto hacía la vecina, esa vecina que nunca veía, ni en los pasillos, ni en el ascensor, ni cayendo desde el decimoquinto como sí le gustaría.
Mucho le encantaba que los pasos cesaran y se marcharan. Amaba el chirrido de la puerta al cerrarse y saber que la insoportable vecina huía intranquila al trabajo y regresaba recién cuando ya las estrellas se veían en el encendido cielo de la ciudad, que también odiaba a veces, sobre todo a la hora de pasear, los ruidos atacaban sus sensibles tímpanos, llegaban como una histérica lluvia de vidrios rotos y, a pesar de que concentraba sus percepciones auditivas en su respiración y anulaba los exteriores, no bastaba para mantener un paso tranquilo y sin alteraciones, mucho menos podía evitarse las ganas de morder a todo el mundo, o atacar a los reconocibles malintencionados de la ciudad.
Un miércoles se encontraron en el hall con la "hermosa" vecina de arriba y descubrió ahí sus grandes enemigas, las botas de cuero y suelas de goma, esas que lo volvían loco. Tuvo ganas de atacarlas, romperlas y hacerle entender que estaba harto de su indecisión a la hora de salir, su ir y venir de punta a punta, el pasearse por todo el departamento causándole molestias. ¡Estaba harto! ¡Harto! Quizás estaba a un simple paso de amortiguado sonido, a un simple paso de botas con suelas de goma de odiarla. Pensándolo mejor, ya la odiaba. ¡Estaba harto! Quería atacar esas botas, quería destrozarlas, quería arrojarlas desde el decimocuarto, o desde el decimoquinto. Tal vez un par en cada piso, y que nunca más vuelva a escucharse paso alguno en el apartamento de arriba. Quería silencio en el decimocuarto. ¡Estaba harto! ¡Harto!
Pero la hermosa vecina del decimoquinto se iba, y nada más alcanzó a verla saliendo del edificio con paso veloz. No tuvo la oportunidad, pero sabía que la vería pronto una vez más. Y tiraría un par en cada piso. Un par en el decimocuarto, un par en el decimoquinto. Y tal vez le lastimaría los tobillos también a la vecina, así no la escucharía caminar nunca más, indecisa antes de salir.
Habían sido 15 minutos horribles los de aquel sábado por la mañana hasta que la vecina se marchó, había sufrido y arañado las paredes, la puerta, había mordido las almohadas, todo para contorlarse. Estaba solo, pero seguro de que si alguien lo viese no entendería, y quizás le gritaría, o golpearía, o insultaría "loco" "¿qué hiciste?". Sin embargo ya estaba tranquilo. Obviamente estaba solo, como todos los sábados en la mañana. Su compañía era el espejo, aunque a veces olvidaba que ese era su reflejo y lo miraba desafiante, hasta parecía a punto de atacarlo, cuando desistía recordando que realmente era eso, un espejo. A veces si, parecía loco.
Vivía con Mariana, y la observaba andar antes de salir, ¿por qué la vecina de arriba no era como Mariana? Ella sabía lo que hacía, se vestía rápido y salía rápido, no caminaba mucho y mucho menos hacía ruido. Andaba en medias y al llegar a la puerta se calzaba las zapatillas para irse, ni siquiera azotaba la puerta. Siempre la observaba atento a todos sus movimientos, le encantaba más que cualquier otro momento esperar al más culmine, antes de salir, cuando se acercaba al espejo y se rociaba su perfume de frescor inigualable. La quería de sobremanera y se lo hacía saber, sobre todo, en sus silencios profundos de miradas cariñosas, y en las noches al frotarse entre sus manos pidiendo un cariño que siempre aparecía. A veces dormía entre sus manos y bien metido en su pecho. Y también a veces, o casi siempre, despertaba por el sonido amortiguado de las botas de la vecina de arriba, y enloquecía, y Mariana le retaba.
Un lunes se vio ofuscado al encontrarse con que Mariana y la del decimoquinto habían entablado amistad, y esto al mismo tiempo lo confundió tanto que de pronto no sabía si debía sentirse engañado o alegrado. Sintió que merecía una explicación pero luego se le olvidó. El jueves de esa semana la vecina de arriba invitó a Mariana a cenar y él fue con ella. Mariana no tenía nunca problemas de llevarlo a la hora de hacer nuevas amistades, podría decirse que era un bien portado, un bien educado. No estuvo dispuesto, al comienzo, pero después de unos cariños fue sin problemas.
Al entrar no saludó ni miró, aunque Mariana se lo pidiese. La del decimoquinto hizo como si no le importara y entraron. Ellas comían y bebían poco, él ya había terminado y estaba recostado sobre sí, observando el espacio entre la puerta cerrada y el suelo, por donde entraba la luz del pasillo que se encendía en algunas veces, y luego permanecía a oscuras. Después de desconcentrarse y observar distintos puntos del departamento vio las botas, vio las botas y recordó que estaba harto, ¡harto! En completo silencio se levantó y corrió hacia ellas. Tomó una del par e intentó arrojarlo por la ventana pero ésta era muy alta, y él no medía más de medio metro, intentó saltar y no consiguió más que la atención de Mariana y la del decimoquinto. Intentaron frenarlo pero corrió y destrozó el par que había conseguido tomar. Luego de hacer añicos la bota frente a la mirada confundida de la vecina de arriba y los retos de Mariana escuchó que ésta se había resignado en detenerlo y hablaba con la del decimoquinto.
-Perdoname, Constanza, nunca es así. No sé qué le pasó, perdoname- Le dijo muy apenada. Él soltó la bota sin más y la observó bien destrozada, asegurándose de que no sirviese más.
-No pasa nada, Mariana. Pero cuidado, tenes un pitbull muy terrible...Medio agresivo- Y rió forzado mientras abría la puerta, como echándolos.
La noche no pasó a mayores ni hubo más retos. Mariana no le habló hasta dormirse, ni hubieron cariños. Él se acostó en su cucha y durmió  hasta el otro día. Despertó contento por el silencio de los pasos y comenzó a mover la cola y sacar la lengua, como explicándole a Mariana que lo que había hecho era por el bien de los dos. De pronto el sonido retumbante de unos tacos hicieron que se quedara estático. Mariana se rió y quizás entendió. Lo acarició y esperaron a que la indecisa del decimoquinto se marchara.
Ahora tenía un par de tacos por destrozar.



martes, 1 de julio de 2014

Entrecruzadas. (Gabriel Padula)

  Acá les vengo a traer una invitación, "Entrecruzadas" es la primer entrada del blog de un amigo: Merioparaná, de Gabriel Padula.
  No tengo dudas de que "Entrecruzadas" significa un "léame y gústeme", es increíble por sus imágenes y por lo profundo. Espero que carguen las palabras al oído y del bolsillo saquen las basuritas de todos los días, "aunque fuese por un ratito". Dense el gusto de leer a Gabriel, y no se olviden de pasar por Merioparaná

Gabriel Padula
merioparana.blospot.com.ar


Mentiría si digo que la soledad es el mejor remedio, 
me contradigo si pienso que me gusta estar solo.
Solo para extrañar la vida de afuera y, adentro,
para sentirme acompañado, aunque fuese por un ratito.

Me gusta ser feliz para extrañar la vida fría de estar solo
y, cuando se vuelve inmanejable tanto esfuerzo,
la tristeza me vuelve a revolcar hacia el vacío, (enter the void) 
pasando en diapositivas momentos de calor de la vida.
Que, juro, pensé que no existían.

Me gusta la locura para sentarme a meditar. 
Me gusta la paranoia para no pensar mas.

Siempre me estoy perdiendo,
a veces por un rato y muchas no recuerdo.
Cuando miro tu retrato llamo a la velocidad,
se comporta de acuerdo a tratar de olvidarte
y un segundo antes de tu escape 
la lentitud llega justo antes.
Ella y yo nos usamos,
para acordarnos
a escondidas,
de vos.



"Éste fue el primero, espero que os guste" (Gabriel Padula)