Vera.
Después de levantarme, más pesado y cansado que al acostarme, con once horas y un poco más de plácido sueño, fui al baño. Pese a las pantuflas y las medias de lana, el pantalón largo, y la remera de mangas, el frío me acariciaba el ombligo y la espalda, mis dientes se encargaban de chocarse y sonar por el temblequeo de mi cuerpo. De la nariz me chorreaban mocos y en los ojos me chorreaban los párpados, insoportables, al pedido de una parte de mí que seguía pendiente de volver a la cama y dormir como si fuese el fin del mundo. Entré al baño y me encontré con la ventana totalmente empañada, signo del frío húmedo (¡oh, que raro!). Oriné apoyando mi mano izquierda en la pared. Lavé mis dientes, fregué mi rostro, mojé mi cabello. Comenzó a enfriarse el agua que salía en un principio caliente y levantando vapor al tocar la loza fría. Rápidamente enjuagué mis manos y corté la circulación del agua girando el grifo. Soné mi nariz con papel higiénico, salí del baño.
La ventana del departamento (obviamente y también), totalmente empañada. Qué día más horriblemente hermoso, pensé. Decidido a tomar café me dirigí hacia la alacena, al abrir uno de los compartimientos y encontrarme con el frasco de café instantáneo al lado del frasco con yerba, dudé. De verdad dudé como si de eso dependiera mi futuro, inclusive mi mañana. ¡Por supuesto que de eso dependía mi futuro! ¿Y si tomaba café cuando en realidad debería haber tomado mate? ¿Y si tomaba mate en lugar de tomar café?. Al ver unos saquitos de té me dije que en realidad, en un día como hoy nada era peor que prepararse un té. Así que tomé el frasco con yerba mate, lo abrí y sentí el rico aroma que emanaba de aquel mágico procesado de tan mágica planta. Enrosqué la tapa para cerrar otra vez el no tan mágico frasco y lo coloqué cuidadosamente donde anteriormente lo había encontrado. Tomé el de café. Lo preparé tan meticulosamente como el día lo merecía. Nunca un café me había sabido tanto a una buena decisión, al buen comienzo de una buena mañana horriblemente maravillosa. Miré el reloj: las 13:17, me rectifiqué: Nunca un café me había sabido tanto al buen comienzo de una tarde horriblemente maravillosa.
Luego de terminar el café y dejar la taza junto a otra sin limpiar del día anterior, fui directo hacia la heladera. Al abrir me sorprendí por el panorama increíblemente desértico, no lo recordaba así. En fin habían dos tomates, media cebolla, media manzana oxidada, un plato de arroz preparado tan viejo que parecía crudo y algunas botellas que debían estar cargadas con agua, pero que estaban vacías. Decidí no almorzar; después de todo no tenía tanto hambre. Me senté en el cómodo sillón de descanso individual, de madera, con un almohadón que yo mismo había comprado a una compañera de la facultad, muy buena calidad y buen gusto. Observé el techo. Observé la ventana empañada. Restregué mi mano sobre el vidrio para apreciar el paisaje urbano. Gris. Seguía siendo una tarde horriblemente maravillosa. Podía verse la caída de una lluvia precisa, rítmica, constante, fluida, espaciada. Una lluvia muy estética, una lluvia que a pesar de gustarme... me hacía sentir un poco solo.
Observé la pila de libros que en algún momento había comenzado y que por esas inexplicables razones de una magia extraña habían decidido que yo los dejara de leer. Al lado, la pila un poco más grande de libros que esperaban su turno. Parecían tener una sutil mueca de asco entre ellos, casi sentía esa repulsión que se tenían. Así tan antipáticos los unos con los otros no me dieron ganas de leerlos, y los miré desafiante para que sepan que por su culpa hoy no los leería... Sin embargo, después de tan amenazante acto, me acerqué a los mágicamente abandonados. "A ver, a ver" les decía mientras los inspeccionaba, como buscando culpables, o inocentes. "A ver cuál... A ver quién lo merece...", les seguía hablando. Tomé "El lobo estepario" de Herman Hesse. Abrí donde había quedado anteriormente en la lectura y otra vez, después de dos oraciones, su poderosa magia actuó sobre mí y mis manos lo cerraron y colocaron en su lugar en un acto tan rápido como brusco. "Hoy no, Herman Hesse. Hoy no Harry Heller" les dije mientras volvía a mi cómodo observatorio, a observar -¡y que valga la redundancia!- la ciudad. Después de todo, no tenía tantas ganas de leer.
Al de caer de una nube de ideas que no recuerdo y considerar que llevaba 25 minutos totalmente distraído, me reclamé que estaba aburrido. Tomé los apuntes que debía estudiar y con mucha decisión los leí durante 5 minutos. ¿También eran mágicos estos apuntes? ¡Una barbaridad! Después de todo, y después de nada también, no tenía tantas ganas de estudiar. "Ahhhh" grité subiendo de tono en cada "h". Quería morderme los dedos. "Podría tomar un té y hasta sería menos aburrido", pensé en mis adentros pero inmediatamente me respondí que estaba siendo exagerado.
Como había tocado la guitarra durante varias horas la tarde-noche del día anterior, y teniendo en cuenta que no era el momento oportuno, ni ahora ni nunca, de despertar a los vecinos -además de ser éste un edificio de escuchadores y protestones-, descarté la idea de "hacer música". Y si, después de todo, tampoco tenía tantas ganas de tocar la guitarra.
¿Y Vera? ¿Qué será de Vera? Me lamentaba e insultaba a mi mismo -con insultos salidos de películas hollywoodenses, tan ridículos como "perro sarnoso" y otros peores- por aquella situación en que dejé que mi celular se escapara por entre mis dedos estando en el balcón. El celular era ahora pedacitos de plástico sobre la mesa de luz al lado de mi cama y/o intenciones de comprar otro; en cualquier caso no alcanzaban para tener ese tan preciado "otro". "Quizás, si no hubieses comprado los packs de latas de cerveza, ahora podrías tener otro celular" me decía a mi mismo mientras pensaba seriamente si era un buen momento para subir algunas al congelador, y luego beberlas sin remordimientos por haber destruido mi celular y no tener el dinero para reemplazarlo.
Estoy seguro que podría describir la imagen de mi mismo, sentado frente a la ventana del departamento, sería algo más o menos así: un autorretrato con mi rostro a partir de un collage de imágenes fotográficas de clichés de una de esas películas que pasan por I.sat -donde el protagonista está un poco loco, tiene los párpados caídos, y se burla de si mismo-, y pensando en cosas como esas, que no tenían mucho sentido. En pocas palabras, me reía de mi mismo, tristemente burlón de aquella desgracia, con los párpados caídos, mirando a ningún lado, las manos en los bolsillos, y la espalda encorvada hacia delante como Gollum. Pero con menos protagonismo.
Las cortinas en mi departamento son de color arena. Las paredes son amarillas, pero parecen blancas por dos razones: una es que pasaron años desde que alguien, que no fui yo, las pintó y no tuvo retoques desde entonces. Y segundo: que era un color suave ya desde sus inicios, si. De no haber sido por las paredes y las cortinas, el día sería totalmente gris. Y aburrido... Y gris... Y aburrido... "Podría mirar una película, ¡claro que sí!. ¡Pero no! sin televisor ni cable eso es imposible. ¡Oh, pero tengo Internet! Si, qué bien...Una lástima hayas olvidado, tan inteligentemente, el cargador de la portátil en casa de el otro tipo inteligente que tenes como amigo. Agustín, que tipo inteligentemente perdido del mundo". Me decía a mi mismo. Nuevamente me encontraba hablando solo.
Después de pensar en tantas cosas tan absurdas comencé a sentirme un poco pesado, y mis cejas ahora se curvaron de forma tal que mi rostro retrataba lo que sentía en realidad. Estaba triste y solo, pero con mi terquedad al pie del cañón. No quería admitirlo. Estar aburrido no era el problema. Podría estar aburrido pero no solo, podría divertirme de tanto aburrimiento si estuviese al menos con Vera. Me di cuenta que la extrañaba. ¿Era porque estaba aburrido?
Me sumergí de pronto en mi soledad, mi repentina tristeza, y mis pensamientos. Concluí en que no eran los libros los culpables de no leerlos, ni los vecinos los que impedían que toque la guitarra, ni la heladera vacía lo que me privaba de comer. No era el aburrimiento lo que me deprimía. Que necesite hablar con Vera, eso me sacaba las ganas y el hambre. Y yo ponía mis excusas como estandarte...que inteligentemente estúpido.
¿Qué será de Vera? Quería saber dónde estaba, o qué estaba haciendo. Podría sentarse al lado mío, la invitaría a mi observatorio, le tocaría la guitarra, le leería de mis libros, le cocinaría. ¿Qué estará haciendo?
Me hubiese gustado que Picasso me representara en uno de sus cuadros, con toda mi soledad enterquecida y mi tristeza bien atrincherada, que despacio comenzaba a levantar los pisos, comprimir las paredes y bajar el techo. ¿Podría representarlo todo? ¿Y mis ojeras en el corazón? ¿Y mis párpados caídos? ¿Podría representarlo todo Picasso?
Vera y su sonrisa me faltaban para completar el cuadro en el que me había escondido. Si, debía estar ella también, ¿qué sería de un cuadro de Picasso sin los dientes blancos de Vera? Vera debía estar conmigo en esa pintura ¿Qué sería de un cuadro de Picasso, inexplicablemente hermoso, sin su cabello de puntas color cobre natural, sin su voz ligeramente gangosa saliendo de forma divina en cada trazo, cada pincelada?, ¿qué haría de un cuadro de Picasso en el que aparecía yo, incrustado a mi observatorio, algo inexplicablemente hermoso, si no era Vera, si no eran sus gestos infantiles, su mirada color miel tan discreta y penetrante, sus pecas pálidas sobre sus hombros frágiles que tanto sabían enseñarme sobre firmeza? ¿Qué sería de mí en un cuadro de Picasso inexplicablemente hermoso, sin Vera? sin su sonrisa que encubre su astucia y su ingenuidad. Sería solo una sombra escondida en el fondo. Y la pintura también sería nada, o algo vacío. Lejos estaría de ser algo inexplicablemente hermoso.
Quise, en ese momento, pintar un cuadro así de hermoso, inexplicable, que reflejara la esencia de Vera, y regalárselo. Quise que estuviese a mi lado para aburrirnos juntos. Quise no deprimirme un poco más al pensar en su belleza, su lindura.
De súbito dejé de soñar. Escuchar el triste y áspero sonido del que seguramente sería Don Alberto llamando por el portero me dio cuenta del tiempo que había pasado armando a Vera a mi lado, y de que no tenía tampoco tantas ganas de atender a Don Alberto. Pobre Don Alberto, no conozco persona tan curiosa e inoportuna, y lo que más pena me da es que se acerca con buenas intenciones: que si tengo gas, que si me alcanza el dinero para pagar la luz, que si me alcanza el dinero para pagar el agua, que si tengo yerba, que si me esta yendo bien, etc, etc. Lo aprecio, un buen vecino, pero definitivamente hoy no era el día ni el momento indicado para acercarse a huronear mi cueva.
¡Además de inoportuno, pobre, Don Alberto parece incansable! Después de tres largos timbrazos, yo seguía sentado con la cabeza bien metida entre los hombros, y con la cara expresando un malestar en potencia. No podría alcanzar a tener la frente tan o más arrugada que en ese momento, estaba seguro. Mientras calculaba las dimensiones de mi disgusto, esperaba el silencio definitivo del portero. Al fin parecía haberse agotado, o el portero descompuesto... cuando que de nuevo cortó el silencio del departamento aquel chirrido espantoso. Cabeceé hacia delante y me dije que el pobre hombre había insistido demasiado como para dejarlo sin subir. Así es que caminé rápido y, muy molesto, levanté el comunicador. Gritando "paseeee!", abrí magnéticamente la puerta de entrada desde el aparato.
Esperé 2 largos minutos hasta escuchar el golpeteo de sus arrugados nudillos sobre la puerta de madera lisa. Suspiré pesadamente, casi tanto que de haber escuchado, Don Alberto pensaría que tengo un caballo muy molesto en medio del comedor. Abrí la puerta como de costumbre, con lentitud, pero me encargué de que mi cara sepa expresarle a Don Alberto que no era un buen momento. Sin embargo los músculos de mi rostro no supieron hacerme caso y sonreí mientras temblaban mis pómulos. Apreté los labios sin poder evitarlo y sin dejar de mostrar los dientes y, con un "hola" suave, abracé al que debía ser Don Alberto, pero que no era. Ver a Vera en el umbral, con sus botas color violeta y su paraguas verde, provocó que mi cueva detrás se rajara con una contundencia y suavidad que yo no conocía.
Ahora se completaba el cuadro. Ahora Vera y su cabello de puntas color cobre natural estaban en él. Su voz ligeramente gangosa absorbía los rastros de apagado silencio que habían caído como polvo sobre todos los rincones de mi apartamento. Entraban volando despacio como fotones de luz sus gestos infantiles y tiernos. Su mirada cálida color miel, tan discreta y penetrante parecían saber que la extrañaba desesperadamente. Sus pecas pálidas no se dejaban ver, pero sabía que estaban allí, sobre sus hombros frágiles que con tanta firmeza soportan mi peso. Su sonrisa ya no encubría su astucia y su ingenuidad, su inocencia; esa sonrisa era ahora una ventana que lo dejaba ver.
"El cuadro está completo, y es inexplicablemente hermoso", repetí hacia mis adentros, y comprendí que el que yo habría querido pintarle no era más que un lienzo desgarrado como un viejo trapo de piso, vestido de una vieja amargura que, segundos atrás, me había atosigado. Ahora su presencia hacía arder ese viejo lienzo bajo la lluvia que detrás de la ventana le sonreía. Ella se encargó de expulsarlo a un vacío deplorable. Lo hizo sin querer y eso aún no puedo explicarlo. Sin saber. Y esa magia me provocaba cocinar algo y comer juntos. Leerle poesía y verla cerrar los ojos. Cantar una canción y despertar a todos. Abrazarla para que no se vaya. Y contarle, que sin ella yo no era más que un sucio e inexpresivo cuadro anónimo, que ahora se deshacía bajo un día horriblemente maravilloso.
Marcos Hillebrand.