lunes, 30 de junio de 2014

Barro tal vez (Luis Alberto Spinetta)

Barro tal vez. 
 Disco Kamikaze, 1982 
Luis Alberto Spinetta

Si no canto lo que siento, 
me voy a morir por dentro...
He de gritarle a los vientos hasta reventar,
aunque solo quede tiempo en mi lugar.

Si quiero me toco el alma,
pues mi carne ya no es nada...
He de fusionar mi resto con el despertar,
aunque se pudra mi boca por callar.

Ya lo estoy queriendo,
ya me estoy volviendo canción...
...barro, tal vez...

Esta es mi corteza donde el hacha golpeará,
donde el río secará para callar.

Y es que ésta es mi corteza donde el hacha golpeará,
donde el río secará para callar.

Ya me apuran los momentos,
ya mi sien es un lamento.
Mi cerebro escupe ya el final del historial,
del comienzo que tal vez reemprenderá.

Si quiero me toco el alma,
pues mi carne ya no es nada.
He de fusionar mi resto con el despertar,
aunque se pudra mi boca por callar.

Ya lo estoy queriendo,
ya me estoy volviendo canción...
...barro, tal vez...

Y ésta es mi corteza donde el hacha golpeará,
donde el río secará para callar.

Y es que ésta es mi corteza donde el hacha golpeará,
donde el río secará para callar.


      Increíble.
Cuando lo canta es mejor,
igual.

domingo, 29 de junio de 2014

Aquel que vive bajo el mar...


¿Cómo le pongo a esto?




Caen las estrellas, azúcar estelar;
se rompe la mañana y no sé cómo gritar.
La oscuridad yace en el mar,
debajo de todo y encima de mi.

Hundido-

Cepas doradas, rojas, coral.
Abejas que dan miel de cristal
Aves de piel, hojas de sal,
Plumas que no quieren ser,
Plumas que no quieren ni volar.

Hundido-

La oscuridad yace en el mar, 
debajo de todos y encima de mi.

Aves de piel, hojas de sal,
Plumas que no quieren ser,
Plumas que no quieren ni volar.

Hundido-
Ph: Marcos Mattos.
La foto no es tan gris como lo es el "poema", pero es una foto de puta madre;
 ¡bárbaro! ¡bravo!


Por último: 

    No suelo acotar al final de las entradas, mucho menos de la "poesía" ("poesía" como "poesía fermentada"), sin embargo cabe explicar que el orden hace a la playa desierto, o al desierto playa. No es por más ni por menos que se repiten los versos, mejor decir que el orden y la repetición expuesta dan un giro completo a la profundidad del relato del hundido, aquel que vive bajo el mar.



Marcos
      Hillebrand.

domingo, 22 de junio de 2014

Veintisiete, veintiocho.



Veintisiete, veintiocho. 
Shaquerla.blogspot.com
                   Marcos Hillebrand.


Capítulo 2:

Escena 1: 
              Él. 


¿Cuántos saltos ya van? ¿Cuántos pasos ya van? ¿1, 2, 3? ¿Por qué sacude las hojas secas y moja sus zapatillas? ¿Me ve? Por supuesto que no. Son veinte metros, o un poco más. No es este el mejor banco del mundo, pero estoy cerca y la veo sin que me vea. Cuatro pasos ya van. Uno más, cinco. 

Me vio... ¿y ahora? ¿Qué hago? Después de todo no había tanta gente, por supuesto que me vería. Estamos solos en la plaza, no hay nadie, nadie hay entonces para mirar. Solo yo y sus pasos. Seis, siete, ocho, nueve. ¿Diez? Diez, once, doce. Están muy mojados sus pies. Se acerca despacio. No tengo que mirar directo a sus ojos. Pero si no tengo que mirar ¿cómo sé cuándo va a estar al lado mío? Tengo que mirar. Tengo que mirar. Trece, catorce, quince. Patea las hojas secas, las pisa, se moja los pies. Dieciséis, diecisiete, dieciocho. Tengo que cerrar los ojos, taparme las orejas, apretar los dientes, agachar la cabeza. Diecinueve, veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro. Silencio, no miro, no escucho, no hablo, no escucho, no. Silencio. ¿veinticinco? ¿veintiséis? 
-"Jm", ¿por qué me estás mirando tanto? - ¿Qué fue eso? ¿curiosidad? parece curiosidad.
- Per...per...perdón - No te pongas nervioso, hombre.



Escena 2: 

     Ella.
         Uno, dos, tres, cuatro... ¿Por qué me mira? ¡Ay!, un charco. Cinco, seis, siete, ocho...¿por qué me mira? Solo tengo que mirar por el rabillo del ojo, no tiene que ver lo miro, se puede poner nervioso. Nueve, diez, once. ¡Ay! me está poniendo nerviosa. Voy a ir. 
-"Jm"", ¿por qué me estás mirando tanto? - Creo que soné un poco severa ¿se pondrá nervioso? Ay, espero que no. 
- Per...per...perdón - ¡Sabía! soy tonta. Fui muy severa, se puso nervioso. ¿Y ahora? Voy a ser amable pero le voy a explicar, sino no puedo jugar. 
- Dejá de mirar cómo juego, ¿si? no me dejas concentrarme y me da vergüenza. -Sí, así estuvo bien. Sí, creo que sí.
-Per...per...perdón - 
¿Por qué no me mira? Está muy nervioso. 
-Ahí ya viene mamá, por suerte. Abuelo me voy allá otra vez a jugar, decile a mamá que me guarde el helado un rato.
-A...A...¿Abuelo?





Capítulo 1:



Escena 1: 

   Buena conducta.
        - Mirá Antonella, vamos a la plaza pero si te portas bien. ¿Te vas a portar bien? - 
- Si mamá, me voy a portar bien. - Mientras, el abuelo esperaba en el auto, un renault clio rojo.


Escena 2:

   El abuelo.
        - Me voy a comprar unos helados. Vos sabes como es el abuelo, a veces se pone raro y puede hasta parecerse a tus compañeritos de 7 años, así que tratalo bien - Dijo la mamá mientras observaba de reojo al abuelo, sentado en el banco verde un poco despintado, quietito, mirando los árboles. 
- Si...mamá. Me voy allá donde está más seco. Ahí donde están todas las hojas secas. 
- Bueno, ya vengo. Portate bien Antonella.



Capitulo 3:



Escena última: 

                    Fin.

martes, 17 de junio de 2014

¿Necesito? No, prefiero.

Necesito. Realmente necesito estar acá, de alguna forma. Necesito estar acá. 
En letra o en verso, en aire o en bruma. Necesito estar acá.
Necesito poder tomarme de las manos y desvanecerme sobre nada,
y sobre todo. Necesito estar acá, y llegar a todas partes desvanecido,
para no ser mas todo, y siendo nada no ser tan duro ni lastimarme,
ni lastimarte. Necesito estar acá, necesito ahora mismo caer,
como viento, como polvo, como una voz que se cuadra en el espacio. 
Necesito estar acá, lo necesito más que creer que puedo lograrlo. 
Desvanecerme en aparecidas letras, o versos, o aire, o bruma.
O lluvia y chocar con las hojas verdes de los árboles de la ciudad,
y escucharme cayendo, una y otra vez. Si, eso es lo más importante,
escucharme cayendo sobre las hojas verdes.
O puedo ser trueno también, relámpago. Venir e irme una vez más.
¿Por qué no pluma de águila? Desprenderme desde allá,
desde donde la veo, volando sola y observando.
Necesito volar también, y olvidar este polvo que también es parte de mi.
Y yo también soy parte, por desvanecerme.
O por querer desvanecerme.
Después de todo prefiero ser bruma o viento.
Prefiero ser letra o verso.


Marcos Hillebrand.

lunes, 16 de junio de 2014

¿Y? ¿Qué pasó?


¿Y? ¿Qué pasó?  

  Al verla se tentó. Sin dudas debía tocarla, en silencio, sin que nadie lo viera. Debería acercarse despacio entre la gente que conversaba sin prestarle atención ni a uno ni a otro. Eran varios metros para alcanzar a tocarla, al menos con alguno de sus dedos, de cualquiera de sus manos, solo debía tocarla. Estaba lejos, si, él sabía, pero estaba seguro que aunque a veces la perdiera de vista, allí estaba. Estaba seguro, completamente seguro. Asomó la cabeza por el umbral de la puerta abierta de par en par. Nadie aún lo veía. 
  Le encantaba la casa, siempre observaba sus pisos negros, y aunque entendía poco, sabía que eran los pisos bien lustrados lo que le enloquecían de gusto, y la alfombra también, tan clara y tan limpia siempre. Le gustaban mucho, pero ahora la había visto a ella y nada haría que se distraiga.
  Avanzó con sigilo unos pasos hasta detrás de uno de los sillones individuales de color té con leche. Aún nadie observaba los movimientos sospechosos. Todos seguían hablando con todos y no prestaban atención ni a uno ni al otro. Todos, tío y abuelo, abuela y nieto, nieta y abuelo, tía y sobrino, todos hablaban sin prestar atención a lo que estaba a punto de ocurrir.
  Se sacó los zapatos para que nadie lo oyera escurrirse, casi entre sus piernas. Una habilidad única para pasar desapercibido. Era increíble que nadie lo hubiese visto aún a esas alturas del acto. 
  Parecía mudo, o quizás no sabía hablar. A penas respiraba, a penas omitía ruidos. Ligero, sagaz. Seguía escurriéndose, ahora detrás del segundo sillón individual. Había pasado por debajo de la "mesa ratona" y por delante del sillón grande vacío. Ya estaba más cerca. Casi podía sentir su olor. La observaba y ultimaba los detalles de sus últimos movimientos, no debía equivocarse por nada del mundo. 
  Pasó la abuela, una anciana amable y de buen paso. No lo vio. Suspiró y se calmó. Casi había querido llorar al ver su plan a punto de quebrarse. Debía correr hasta la pared perpendicular al pequeño pasillo que formaba la pared que separaba la cocina con las habitaciones y una delicada biblioteca que iba desde el suelo hasta el cielo raso. Allí debía permanecer un momento y luego correr hasta debajo de la mesa negra, donde debería esperar un segundo a que pasara de nuevo la abuela y quedara entonces solo y cerca, tanto que podría tocarla, e inclusive llevársela y hacer lo que quisiese con ella, que seguía quieta, sin que nadie la estuviese vigilando. 
  Corrió, resbaló resbaló sobre el piso lustrado, cayó y se levantó rápidamente. Se apoyó contra la pared y aprovechó que nadie observaba para correr una vez más, hasta debajo de la mesa. Allí estaba, respirando profundo, sin que nadie lo viera. Inspiró profundo y salió de su escondite. Cuando estuvo a punto de tocarla con sus manos, a punto de tomarla, escuchó una voz que gritaba. Cerró los ojos y se estiró lo más que pudo.
  - ¡Tomás! ¿Qué estás haciendo? ¡Te estaba buscando! - Era una voz chillona, y aguda, muy fuerte. Pero no tan horrorizada. 
  Sintió que le tomaban de sus brazos y lo levantaban por el aire. Entonces supo que estuvo a punto, pero que ahora era imposible tomarla, ni siquiera tocarla. Y la observaba, tan perfecta, la quería toda, y no pudo ponerle tan solo un dedo encima para lamer después. 
Obra: Mirtha Qués.
Ph: Santiago Hillebrand.
  - ¡Tomás! ¿Qué comiste? - Escuchó decir una vez más mientras sentía que le tocaban el pañal y le inspeccionaban a ver qué era ese olor. Supo que lo llevaban al baño. Al doblar el pasillo la vio por última vez y supo que estuvo muy cerca. 
   Esa fue la última vez que la vio (hasta después del almuerzo).









Marcos Hillebrand.

sábado, 14 de junio de 2014

Enloquecido y Enmohecido.

 
  A ver quién conoce estas palabras:
"¿Que tal si deliramos, por un ratito?"

  Va:

Es un libro que cae al revés, por ahí tiene algo que ver.
Ph: María Florencia Cáceres.
Dibujo: Yo, Marcos Hillebrand.
  Yo creo que no todas las cosas que uno hace mal son precisamente cosas malas, a veces el dolor de cabeza es tan grande como una peste alambrándose y al mismo tiempo pequeña como una comunicación exigente. Creo también que enloquecido y enmohecido son dos cosas distintas, cuando una recarga de energías, la otra lo hace de cosas malas y pegajosas que son, sin querer, dolores de cabeza gigantes. Por último creo que haber crecido creyendo cosas que ahora no creo, cosas que ahora creo en realidad son mentira, me ha enmohecido, y me ha dado dolores de cabeza gigantes, pero he enloquecido con el paso del tiempo y con el viento que hace al eco de mis voces, y es allí donde todo disminuyó hasta casi una comunicación exigente, e inexistente, entre las cosas que uno hace mal pero que al final, no son precisamente cosas malas, porque enloquecido y enmohecido, son cosas totalmente distintas.
  Y tanto enmohecido como enloquecido, enloquece y enmohece el tiempo las articulaciones. Pobre hombre moho, tan loco.



Marcos Hillebrand.

miércoles, 11 de junio de 2014

El sauce llorón.


Fuerte es el viento que sacude desde adentro,
como fuerte son las raíces de mi sauce.
Y fuertes son los soldados del olvido,
como fuerte es la muralla que los aleja.

Mi sauce olvida que es solo recuerdo,
y que las murallas son su soledad.
Y llora mi sauce abriendo su corteza en dos.
¿Está dispuesto a tu voz que lo talaría?

Se acercan los soldados,
pero el sauce olvida que es recuerdo,
y el olvido es parte del sauce,
que si fuese al menos un poco de olvido,
sería polvo y volaría con el viento.
Y dejaría de llorar.
¿Llegarían así los soldados a su centro?
¿Podría tu voz talar el sauce que sigue sin perecer?


Marcos Hill.

domingo, 8 de junio de 2014

Ideas de donde desprendes.


                                                      Ideas de donde desprendes.

  Ideas como islas, de las que desprendes y te echas a morir.        

  Saber lo que me tocó no es saber si lo merezco, ni saber quien soy es entender lo que hago. 
  "No entiendo" es casi un hecho (aunque a veces si). Son dudas raras, son como días que mueren por la mitad.
  Existen enfermedades distintas de ser como el algodón, pero no es lo que me tocó. Recién cuando siento la astilla me digo que es hora de cerrar los ojos y dormir. Y no sé tampoco si lo merezco.
  Y observarte bajo las palabras negras de donde descienden tus ideas es tan cruel que me hipnotiza. Lo cruel es que sabiendo no dejan de hablarme ni dejo de escucharlas. 
  Mirarte es entender a veces lo que hago. Cuando mencionas de qué estoy hecho, y que eso es bueno, es casi saber quien soy. Pero no estoy seguro.
  Además, saber quien soy no es entender lo que hago, porque no sé si merezco lo que me tocó.
  Y pongo sobre el escritorio aquel libro tuyo que una vez nos regalamos, y lo escucho de vez en vez, pero nunca entero, porque no sé si lo merezco.





  Marcos Hillebrand.

sábado, 7 de junio de 2014

Axolotl (Julio Cortázar).

  Presente:
  Hoy no me resisto al atrevimiento de compartir un cuento de Julio Cortázar, perteneciente al libro Final del Juego, publicado en 1956 por la editorial mexicana Los Presentes.  
  Sin lugar a dudas después de leer Axolotl los comencé a ver a esos mismos bichitos de forma diferente, o a imaginármelos dicho mejor. Quisiera poder explicar y adelantar, o transmitir lo que intento pero no puedo decir, eso que me pasó. 
  Deleitase a usted Shaquerla compartiendo al gran autor recayente. 




                                                                       Axolotl              
                                                                                                                      Julio Cortázar    
                                                                                                                         El juego (1964)    

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.

En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.

Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.

Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.

Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lucidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.

Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

viernes, 6 de junio de 2014

Marcela y su contrapuesta.



   - Qué problema con vos - La observaba sin hablar. - Digo yo, qué dilema, qué problema sos - Y ella sigue sin hablar. - Qué problema. ¿Y ahora? ¿Y entonces? ¿Y vos? ¿Qué va ser de vos? - Ella seguía sin hablar, incluso le sonreía.
  Tan apenada la sonrisa se desarmó en una inspiración de aire brusca bajo una lágrima que comenzaba a tomar terreno.
  - ¿Y allí? ¿Qué hay allí? ¿Acaso hay algo en esa lágrima? - La observaba sin hablar. - ¿O es como vos? Vacía. ¡Como vos, vacía! No tenes sentimientos. Sos repudiable, Marcela. ¡Repudiable! - Ella no entendía, y se sorprendió. Se observaron los dos, pero a ella le fue inevitable echar su cara entre sus manos y llorar en silencio. Luego cerró los ojos y apretó los labios, inclinó su cabeza hacia el techo con iluminación tenue y parecía rogarle a un dios que ella tenía entendido no existía. No había a quien llorar, ni a quien suplicar. No hay a quien pedirle un sabio consejo en el puto mundo.
  - Miralo a tu marido, miralo. ¡Muerto! ¡Muerto! - Le repetía una y otra vez tomando entre sus manos la nuca de Marcela y agitándola con brusquedad.
  Marcela no entendía. Nunca había visto así a Gastón, y el nunca la había tocado, mucho menos con esa brusquedad. Pero había algo en él que siempre había detestado. Ahora estaba inculpándola, y Marcela no entendía. Marcela no entendía nada. Marcela no podía entender y no entendería. Aturdida comenzó a gritar a cuenta gotas. Pequeñas quejas que no aumentaban su volumen. No podía hacer nada al respecto, la voz no le alcanzaba ni le hacía caso, y sollozaba entonces arremetiendo una profunda inspiración de aire seguida por exhalaciones que no duraban nada, para inspirar otra vez con más fuerza y profundidad. Y así, con los ojos cerrados tomaba con sus dos manos el brazo de Gastón enredado entre sus cabellos despeinados, mientras la sacudía con mucho nervio.
  Se detuvo. Marcela observó aquel rostro asqueroso que tantas veces había evitado cuando se acercaba hacia donde estaban ella y Esteban, su ex marido ya difunto. Recordó cuánto lo detestaba. La mirada se le incendió y lo miró con furia.
 ---
  Marcela había estado varias horas ya en el lugar, muchos allegados habían venido y marchado. Otros no habían venido, y algunos recién llegaban. Pero quedaban pocos, pareciera que todos olvidaron que la muerte se celebra. Es tan irónico.
  Hablar con María le había hecho bastante bien. Ella le aconsejó "que ya está", que trate de descargarse, que se ponga mejor, que así va a ser más fácil. Muchas cosas que María había pensado desde su casa, y que le había dicho antes de marcharse. Marcela había pasado tantas horas llorando como duró el velorio hasta su encuentro con María, y allí se calmó.
  Ella y Esteban estaban divorciados hacía 2 años. Aún hablaban, poco, pero al fin y al cabo, sin olvidarse. Quien organizó el velorio fue Marcela. Quien estuvo allí desde el inicio fue Marcela. Quien estaría hasta casi su final, sería Marcela.
  Sentada al lado del cajón, sin derramar lágrimas, más ya las había derramado todas. Ve llegar a Gastón, y él la ve, allí, sentada al lado de su difunto amigo, casi un hermano. Y ésta no derrama ni una lágrima, por su suerte y desgracia.
  Gastón al enterarse de la noticia lloró como no había llorado en su vida, y bebió como sí bebía. Se durmió y retrasó para el velorio, pero allí estaba, abriendose paso entre un olor a mortandad y vacío, entre nadie. Y la vio allí, Marcela, sola, sentada en la humilde silla de algarrobo al lado del cajón negro, iluminada por las luces tenues en el techo, sobre un suelo de cerámicas blancas brillantes, y junto a unos floreros de barro con flores, y coronas. Todo le retorció el pecho y el estómago, y ya no estaba más allí, estaba dentro del cajón, con Esteban.
  Se acercó despacio, esperando ver el sufrimiento en carne reflejado al rostro de Marcela. Marcela le sonrió, y esperaba un abrazo que nunca llegó. Él la invitó a pararse y estando a su lado tomó del hombro de Marcela. Entonces muy suave comenzó a hablarle.
  - Marcela, él era mi amigo, y está muerto. ¿Qué voy a hacer? - Mientras una lágrima descendía por el rostro blanco. - Marcela, ¿qué voy a hacer? ¿qué vamos a hacer? - Marcela lo miró y simplemente no dijo nada.
  Guardaron silencio un momento. Gastón esperaba confesiones, esperaba condolencias.
  - Marcela, él te quería tanto. Y vos ¿por qué no lo querías? - Ella miró directo a sus ojos y sin poder hablar quería decirle que estaba equivocado. De pronto tuvo miedo de que fuese eso real, que ella realmente no lo haya querido como creía. Pero ella lo amaba, y tanto que ahora estaba muerto. Y sintió que era su culpa el verlo allí, yaciendo dentro de un traje negro y una historia que no fue.
  Sus ojos tampoco supieron decirle nada a Gastón, que se mordía los nudillos para aguantar.
  - Qué problema con vos - Ella no decía nada, y él la observaba sin hablar - Digo yo, qué dilema, qué problema sos - No lo entendía, quiso llorar, pero aguantó. Pensó que simplemente estaba entrando en crisis y que ella debía consolarlo un momento- Qué problema. ¿Y ahora? ¿Y entonces? ¿Y vos? ¿Qué va ser de vos? - Solo le salía sonreír un poco. Pero quebró.
 -¿Y allí? ¿Qué hay allí? ¿Acaso hay algo en esa lágrima? - La observaba sin hablar. - ¿O es como vos? Vacía. ¡Como vos, vacía! No tenes sentimientos. Sos repudiable, Marcela. ¡Repudiable! - Sus gestos indicaban que estaba rogando a un dios que no existía. Pero no entendía en realidad, y sentía que alguien le gritaba, y recordaba a Esteban, y por dentro se sanjó en dos partes totalmente equidistantes. Y ya no era ni una ni otra, sino un cólera que subía como lava entre ambas partes. Sentía ahora que Gastón le gritaba, y que le tomaba de la nuca, y la sacudía. Trató de soltarse tomándole de sus brazos, pero era inútil. Seguía escuchando su voz como eco, y se aturdió.
  En seguida éste lo soltó. Se observaron. El cólera hizo de Marcela su contrapuesta. Empujó a Gastón con todas sus fuerzas y este cayó sin poder hacer equilibrio, tomó el florero de un metro de alto que al lado del cajón adornaba el lugar, y lo golpeó con fuerza en la cabeza de tantas veces como aguantó el fondo del adorno. El florero se destrozó, y cuando observó a Gastón, ya no era él, sino un montón de sangre inundando sus ojos y el rostro.
  Esteban estaba ahí, frío. Los muertos no hacen justicia, ni Marcela la violencia.

jueves, 5 de junio de 2014

Vera.

  Vera.

  Después de levantarme, más pesado y cansado que al acostarme, con once horas y un poco más de plácido sueño, fui al baño. Pese a las pantuflas y las medias de lana, el pantalón largo, y la remera de mangas, el frío me acariciaba el ombligo y la espalda, mis dientes se encargaban de chocarse y sonar por el temblequeo de mi cuerpo. De la nariz me chorreaban mocos y en los ojos me chorreaban los párpados, insoportables, al pedido de una parte de mí que seguía pendiente de volver a la cama y dormir como si fuese el fin del mundo. Entré al baño y me encontré con la ventana totalmente empañada, signo del frío húmedo (¡oh, que raro!). Oriné apoyando mi mano izquierda en la pared. Lavé mis dientes, fregué mi rostro, mojé mi cabello. Comenzó a enfriarse el agua que salía en un principio caliente y levantando vapor al tocar la loza fría. Rápidamente enjuagué mis manos y corté la circulación del agua girando el grifo. Soné mi nariz con papel higiénico, salí del baño.
  La ventana del departamento (obviamente y también), totalmente empañada. Qué día más horriblemente hermoso, pensé. Decidido a tomar café me dirigí hacia la alacena, al abrir uno de los compartimientos y encontrarme con el frasco de café instantáneo al lado del frasco con yerba, dudé. De verdad dudé como si de eso dependiera mi futuro, inclusive mi mañana. ¡Por supuesto que de eso dependía mi futuro! ¿Y si tomaba café cuando en realidad debería haber tomado mate? ¿Y si tomaba mate en lugar de tomar café?. Al ver unos saquitos de té me dije que en realidad, en un día como hoy nada era peor que prepararse un té. Así que tomé el frasco con yerba mate, lo abrí y sentí el rico aroma que emanaba de aquel mágico procesado de tan mágica planta. Enrosqué la tapa para cerrar otra vez el no tan mágico frasco y lo coloqué cuidadosamente donde anteriormente lo había encontrado. Tomé el de café. Lo preparé tan meticulosamente como el día lo merecía. Nunca un café me había sabido tanto a una buena decisión, al buen comienzo de una buena mañana horriblemente maravillosa. Miré el reloj: las 13:17, me rectifiqué: Nunca un café me había sabido tanto al buen comienzo de una tarde horriblemente maravillosa.
  Luego de terminar el café y dejar la taza junto a otra sin limpiar del día anterior, fui directo hacia la heladera. Al abrir me sorprendí por el panorama increíblemente desértico, no lo recordaba así. En fin habían dos tomates, media cebolla, media manzana oxidada, un plato de arroz preparado tan viejo que parecía crudo y algunas botellas que debían estar cargadas con agua, pero que estaban vacías. Decidí no almorzar; después de todo no tenía tanto hambre. Me senté en el cómodo sillón de descanso individual, de madera, con un almohadón que yo mismo  había comprado a una compañera de la facultad, muy buena calidad y buen gusto. Observé el techo. Observé la ventana empañada. Restregué mi mano sobre el vidrio para apreciar el paisaje urbano. Gris. Seguía siendo una tarde horriblemente maravillosa. Podía verse la caída de una lluvia precisa, rítmica, constante, fluida, espaciada. Una lluvia muy estética, una lluvia que a pesar de gustarme... me hacía sentir un poco solo.
  Observé la pila de libros que en algún momento había comenzado y que por esas inexplicables razones de una magia extraña habían decidido que yo los dejara de leer. Al lado, la pila un poco más grande de libros que esperaban su turno. Parecían tener una sutil mueca de asco entre ellos, casi sentía esa repulsión que se tenían. Así tan antipáticos los unos con los otros no me dieron ganas de leerlos, y los miré desafiante para que sepan que por su culpa hoy no los leería... Sin embargo, después de tan amenazante acto, me acerqué a los mágicamente abandonados. "A ver, a ver" les decía mientras los inspeccionaba, como buscando culpables, o inocentes. "A ver cuál... A ver quién lo merece...", les seguía hablando. Tomé "El lobo estepario" de Herman Hesse. Abrí donde había quedado anteriormente en la lectura y otra vez, después de dos oraciones, su poderosa magia actuó sobre mí y mis manos lo cerraron y colocaron en su lugar en un acto tan rápido como brusco. "Hoy no, Herman Hesse. Hoy no Harry Heller" les dije mientras volvía a mi cómodo observatorio, a observar -¡y que valga la redundancia!- la ciudad. Después de todo, no tenía tantas ganas de leer.
  Al de caer de una nube de ideas que no recuerdo y considerar que llevaba 25 minutos totalmente distraído, me reclamé que estaba aburrido. Tomé los apuntes que debía estudiar y con mucha decisión los leí durante 5 minutos. ¿También eran mágicos estos apuntes? ¡Una barbaridad! Después de todo, y después de nada también, no tenía tantas ganas de estudiar. "Ahhhh" grité subiendo de tono en cada "h". Quería morderme los dedos. "Podría tomar un té y hasta sería menos aburrido", pensé en mis adentros pero inmediatamente me respondí que estaba siendo exagerado.
  Como había tocado la guitarra durante varias horas la tarde-noche del día anterior, y teniendo en cuenta que no era el momento oportuno, ni ahora ni nunca, de despertar a los vecinos -además de ser éste un edificio de escuchadores y protestones-, descarté la idea de "hacer música". Y si, después de todo, tampoco tenía tantas ganas de tocar la guitarra.
  ¿Y Vera? ¿Qué será de Vera? Me lamentaba e insultaba a mi mismo -con insultos salidos de películas hollywoodenses, tan ridículos como "perro sarnoso" y otros peores- por aquella situación en que dejé que mi celular se escapara por entre mis dedos estando en el balcón. El celular era ahora pedacitos de plástico sobre la mesa de luz al lado de mi cama y/o intenciones de comprar otro; en cualquier caso no alcanzaban para tener ese tan preciado "otro". "Quizás, si no hubieses comprado los packs de latas de cerveza, ahora podrías tener otro celular" me decía a mi mismo mientras pensaba seriamente si era un buen momento para subir algunas al congelador, y luego beberlas sin remordimientos por haber destruido mi celular y no tener el dinero para reemplazarlo.
  Estoy seguro que podría describir la imagen de mi mismo, sentado frente a la ventana del departamento, sería algo más o menos así: un autorretrato con mi rostro a partir de un collage de imágenes fotográficas de clichés de una de esas películas que pasan por I.sat -donde el protagonista está un poco loco, tiene los párpados caídos, y se burla de si mismo-, y pensando en cosas como esas, que no tenían mucho sentido. En pocas palabras, me reía de mi mismo, tristemente burlón de aquella desgracia, con los párpados caídos, mirando a ningún lado, las manos en los bolsillos, y la espalda encorvada hacia delante como Gollum. Pero con menos protagonismo.
  Las cortinas en mi departamento son de color arena. Las paredes son amarillas, pero parecen blancas por dos razones: una es que pasaron años desde que alguien, que no fui yo, las pintó y no tuvo retoques desde entonces. Y segundo: que era un color suave ya desde sus inicios, si. De no haber sido por las paredes y las cortinas, el día sería totalmente gris. Y aburrido... Y gris... Y aburrido... "Podría mirar una película, ¡claro que sí!. ¡Pero no! sin televisor ni cable eso es imposible. ¡Oh, pero tengo Internet! Si, qué bien...Una lástima hayas olvidado, tan inteligentemente, el cargador de la portátil en casa de el otro tipo inteligente que tenes como amigo. Agustín, que tipo inteligentemente perdido del mundo". Me decía a mi mismo. Nuevamente me encontraba hablando solo.
  Después de pensar en tantas cosas tan absurdas comencé a sentirme un poco pesado, y mis cejas ahora se curvaron de forma tal que mi rostro retrataba lo que sentía en realidad. Estaba triste y solo, pero con mi terquedad al pie del cañón. No quería admitirlo. Estar aburrido no era el problema. Podría estar aburrido pero no solo, podría divertirme de tanto aburrimiento si estuviese al menos con Vera. Me di cuenta que la extrañaba. ¿Era porque estaba aburrido?
  Me sumergí de pronto en mi soledad, mi repentina tristeza, y mis pensamientos. Concluí en que no eran los libros los culpables de no leerlos, ni los vecinos los que impedían que toque la guitarra, ni la heladera vacía lo que me privaba de comer. No era el aburrimiento lo que me deprimía. Que necesite hablar con Vera, eso me sacaba las ganas y el hambre. Y yo ponía mis excusas como estandarte...que inteligentemente estúpido.
  ¿Qué será de Vera? Quería saber dónde estaba, o qué estaba haciendo. Podría sentarse al lado mío, la invitaría a mi observatorio, le tocaría la guitarra, le leería de mis libros, le cocinaría. ¿Qué estará haciendo?
   Me hubiese gustado que Picasso me representara en uno de sus cuadros, con toda mi soledad enterquecida y mi tristeza bien atrincherada, que despacio comenzaba a levantar los pisos, comprimir las paredes y bajar el techo. ¿Podría representarlo todo? ¿Y mis ojeras en el corazón? ¿Y mis párpados caídos? ¿Podría representarlo todo Picasso?
 Vera y su sonrisa me faltaban para completar el cuadro en el que me había escondido. Si, debía estar ella también, ¿qué sería de un cuadro de Picasso sin los dientes blancos de Vera? Vera debía estar conmigo en esa pintura ¿Qué sería de un cuadro de Picasso, inexplicablemente hermoso, sin su cabello de puntas color cobre natural, sin su voz ligeramente gangosa saliendo de forma divina en cada trazo, cada pincelada?, ¿qué haría de un cuadro de Picasso en el que aparecía yo, incrustado a mi observatorio, algo inexplicablemente hermoso, si no era Vera, si no eran sus gestos infantiles,  su mirada color miel tan discreta y penetrante, sus pecas pálidas sobre sus hombros frágiles que tanto sabían enseñarme sobre firmeza? ¿Qué sería de mí en un cuadro de Picasso inexplicablemente hermoso, sin Vera? sin su sonrisa que encubre su astucia y su ingenuidad. Sería solo una sombra escondida en el fondo. Y la pintura también sería nada, o algo vacío. Lejos estaría de ser algo inexplicablemente hermoso.
  Quise, en ese momento, pintar un cuadro así de hermoso, inexplicable, que reflejara la esencia de Vera, y regalárselo. Quise que estuviese a mi lado para aburrirnos juntos. Quise no deprimirme un poco más al pensar en su belleza, su lindura.
  De súbito dejé de soñar. Escuchar el triste y áspero sonido del que seguramente sería Don Alberto llamando por el portero me dio cuenta del tiempo que había pasado armando a Vera a mi lado, y de que no tenía tampoco tantas ganas de atender a Don Alberto. Pobre Don Alberto, no conozco persona tan curiosa e inoportuna, y lo que más pena me da es que se acerca con buenas intenciones: que si tengo gas, que si me alcanza el dinero para pagar la luz, que si me alcanza el dinero para pagar el agua, que si tengo yerba, que si me esta yendo bien, etc, etc. Lo aprecio, un buen vecino, pero definitivamente hoy no era el día ni el momento indicado para acercarse a huronear mi cueva.
  ¡Además de inoportuno, pobre, Don Alberto parece incansable! Después de tres largos timbrazos, yo seguía sentado con la cabeza bien metida entre los hombros, y con la cara expresando un malestar en potencia. No podría alcanzar a tener la frente tan o más arrugada que en ese momento, estaba seguro. Mientras calculaba las dimensiones de mi disgusto, esperaba el silencio definitivo del portero. Al fin parecía haberse agotado, o el portero descompuesto... cuando que de nuevo cortó el silencio del departamento aquel chirrido espantoso. Cabeceé hacia delante y me dije que el pobre hombre había insistido demasiado como para dejarlo sin subir. Así es que caminé rápido y, muy molesto, levanté el comunicador. Gritando "paseeee!", abrí magnéticamente la puerta de entrada desde el aparato.
Esperé 2 largos minutos hasta escuchar el golpeteo de sus arrugados nudillos sobre la puerta de madera lisa. Suspiré pesadamente, casi tanto que de haber escuchado, Don Alberto pensaría que tengo un caballo muy molesto en medio del comedor. Abrí la puerta como de costumbre, con lentitud, pero me encargué de que mi cara sepa expresarle a Don Alberto que no era un buen momento. Sin embargo los músculos de mi rostro no supieron hacerme caso y sonreí mientras temblaban mis pómulos. Apreté los labios sin poder evitarlo y sin dejar de mostrar los dientes y, con un "hola" suave,  abracé al que debía ser Don Alberto, pero que no era. Ver a Vera en el umbral, con sus botas color violeta y su paraguas verde, provocó que mi cueva detrás se rajara con una contundencia y suavidad que yo no conocía.
  Ahora se completaba el cuadro. Ahora Vera y su cabello de puntas color cobre natural estaban en él. Su voz ligeramente gangosa absorbía los rastros de apagado silencio que habían caído como polvo sobre todos los rincones de mi apartamento. Entraban volando despacio como fotones de luz sus gestos infantiles y tiernos. Su mirada cálida color miel, tan discreta y penetrante parecían saber que la extrañaba desesperadamente. Sus pecas pálidas no se dejaban ver, pero sabía que estaban allí, sobre sus hombros frágiles que con tanta firmeza soportan mi peso. Su sonrisa ya no encubría su astucia y su ingenuidad, su inocencia; esa sonrisa era ahora una ventana que lo dejaba ver.
  "El cuadro está completo, y es inexplicablemente hermoso", repetí hacia mis adentros, y comprendí que el que yo habría querido pintarle no era más que un lienzo desgarrado como un viejo trapo de piso, vestido de una vieja amargura que, segundos atrás, me había atosigado. Ahora su presencia hacía arder ese viejo lienzo bajo la lluvia que detrás de la ventana le sonreía. Ella se encargó de expulsarlo a un vacío deplorable. Lo hizo sin querer y eso aún no puedo explicarlo. Sin saber. Y esa magia me provocaba cocinar algo y comer juntos. Leerle poesía y verla cerrar los ojos. Cantar una canción y despertar a todos. Abrazarla para que no se vaya. Y contarle, que sin ella yo no era más que un sucio e inexpresivo cuadro anónimo, que ahora se deshacía bajo un día horriblemente maravilloso.


Marcos Hillebrand.

miércoles, 4 de junio de 2014

La Barrera.


Barreras, siempre barreras.
Simples barreras.
Clavadas al suelo, entre la niebla. Barren con todo.
No hay quien las arrumbe del camino. Simplemente no hay.
Simplemente barreras.
Siempre barreras.

Hablemos de La Barrera ahora.

Y la campana también.
Existe allí, antes de topar con la barrera, una campana.
Y quien tira de la cuerda unida a su badajo
para golpear el cuerpo de la campana también existe.
Y ésta emite su sonido.
Y hay además una luz roja rutilante que avisa cuando se está acercando uno mismo.

Pero uno mismo, aunque escucha la campana,
viendo aún la luz,
y sabiendo que allí topará.
Pues allí topará.

Así y todo pareciera uno encariñarse.
Algunas veces al menos.
Y lo lógico sería pensar que por estar allí cuando nada se ve
sea quizás una razón por la que se aferra algún brujulero,
sabe allí donde esta, pero no donde se limita.

¿Qué hace su dureza?
¿Por qué allí?
¿Por qué no antes?
¿Por qué no después?
¿Qué hace a la barrera?

Lo gracioso es que La Barrera de la que hablo lejos esta de ser una Tapia limitándonos a volver
y caminar una y otra vez sobre el mismo césped hasta gastarlo.
Lejos esta de ser la barrera de hielo Filchner-Ronne.
Mucho más de ser la Muralla China, claro está.

Cuando uno lo comprende, comprende un poco mejor...

[...]

¿Y la Campana?

¿Y la Roja luz?

¿Y la Niebla?


¿Y la Barrera?

De repente se encuentra uno preguntando "¿Dónde está la Barrera?"




Marcos Hillebrand.

martes, 3 de junio de 2014

No lo cures ya- Su locura ya-

Lo que cura no es siempre la locura.

La locura puede medirse
sobre todo en horas,
pero también en días.
...
De la locura depende una decisión,
y depende de cuánto dure,
la elección puede ser sabia o su cara contrapuesta.
...
Así como cada locura que no se halla entre las demás,
la mía decide medirse en años,
o en el mejor de los casos, en meses.
Y si, por algo es que siempre me unto de mis estupideces.
...
Y hagamos simples las cosas:
No adoptes mi locura por adoptar mi corazón.
No hagas de tu corazón el mío.
No midas tu locura en años, o meses.
...

Por favor, no hagas estupideces.



Marcos Hillebrand.



domingo, 1 de junio de 2014

Densidad Ilegible.

La Densidad Ilegible. 
                            Dulcemente densa. 
                                                     Intensamente entrañable.
                                                                                         ¡Ah!

Replantease la búsqueda.
  
Si en el ocaso se oculta el sol y al amanecer renace. La luna llueve tras las nubes y las nubes llueven a la luna, tocada por el hombre, ya en verdad, o ya en ficción. Tocada por el hombre al fin. Y el sol ¿cuándo tocaremos el sol? ¿Será necesario quemarnos y aprender allí que eramos nada más que monos jugando con fuego?

Haciendo al humo cascada.

  Yo no puedo imaginar al fuego que arde por sí mismo sin humo. Tampoco puedo imaginar un humo frío. Inevitablemente el humo que sale del fuego puro, es caliente. El humo, entonces, es inevitablemente caliente si el fuego lo es. Plantéese usted un humo frío saliendo de fuego caliente, o una voz en silencio que sale de una boca sembrada.

  
                                                              Densidad Ilegible.
  Mirar, húmedo frío de la lluvia, y la música que canta, y la masa que espera, y su densidad, su dulzura. Dulcemente densa, que barbaridad. Y el mar que agobia,y mi pecho que se oculta bajo las ganas de explotar, y mi boca que no sabe como desahogar, y me ahogo en mi pecho, tan difícil de descubrir, tan difícil de explorar. Y respiro profundo, y no entra el aire suficiente en mis pulmones, y mi pecho sin embargo se infla como solo se infla mi pecho. Y sin decir nada grito, y sin hablar nada grito, y sin herirme me caigo, y sin caerme me hundo. Y sin hundirme tomo una cerveza, pero tomo una cerveza y después me hundo. Y ¿qué hiciste? ¿Qué hiciste que ahora estamos tan así? Tan olvidados estamos. Tan escondida vos de mi. Tan escondido yo de vos ¿Hace falta siempre un idiota que intente interrumpir lo que no se puede interrumpir? Siempre los idiotas son inoportunos y arruinan lo que pienso. ¿Es necesario que yo también sea un idiota? ¿Es necesario que yo lo arruine todo?

   Y en el agua del estanque se refleja la luna. Y en el agua del estanque se refleja mi luna. Y en la luna se refleja tu mirada. Tan lejos. Tan húmeda.