lunes, 16 de junio de 2014

¿Y? ¿Qué pasó?


¿Y? ¿Qué pasó?  

  Al verla se tentó. Sin dudas debía tocarla, en silencio, sin que nadie lo viera. Debería acercarse despacio entre la gente que conversaba sin prestarle atención ni a uno ni a otro. Eran varios metros para alcanzar a tocarla, al menos con alguno de sus dedos, de cualquiera de sus manos, solo debía tocarla. Estaba lejos, si, él sabía, pero estaba seguro que aunque a veces la perdiera de vista, allí estaba. Estaba seguro, completamente seguro. Asomó la cabeza por el umbral de la puerta abierta de par en par. Nadie aún lo veía. 
  Le encantaba la casa, siempre observaba sus pisos negros, y aunque entendía poco, sabía que eran los pisos bien lustrados lo que le enloquecían de gusto, y la alfombra también, tan clara y tan limpia siempre. Le gustaban mucho, pero ahora la había visto a ella y nada haría que se distraiga.
  Avanzó con sigilo unos pasos hasta detrás de uno de los sillones individuales de color té con leche. Aún nadie observaba los movimientos sospechosos. Todos seguían hablando con todos y no prestaban atención ni a uno ni al otro. Todos, tío y abuelo, abuela y nieto, nieta y abuelo, tía y sobrino, todos hablaban sin prestar atención a lo que estaba a punto de ocurrir.
  Se sacó los zapatos para que nadie lo oyera escurrirse, casi entre sus piernas. Una habilidad única para pasar desapercibido. Era increíble que nadie lo hubiese visto aún a esas alturas del acto. 
  Parecía mudo, o quizás no sabía hablar. A penas respiraba, a penas omitía ruidos. Ligero, sagaz. Seguía escurriéndose, ahora detrás del segundo sillón individual. Había pasado por debajo de la "mesa ratona" y por delante del sillón grande vacío. Ya estaba más cerca. Casi podía sentir su olor. La observaba y ultimaba los detalles de sus últimos movimientos, no debía equivocarse por nada del mundo. 
  Pasó la abuela, una anciana amable y de buen paso. No lo vio. Suspiró y se calmó. Casi había querido llorar al ver su plan a punto de quebrarse. Debía correr hasta la pared perpendicular al pequeño pasillo que formaba la pared que separaba la cocina con las habitaciones y una delicada biblioteca que iba desde el suelo hasta el cielo raso. Allí debía permanecer un momento y luego correr hasta debajo de la mesa negra, donde debería esperar un segundo a que pasara de nuevo la abuela y quedara entonces solo y cerca, tanto que podría tocarla, e inclusive llevársela y hacer lo que quisiese con ella, que seguía quieta, sin que nadie la estuviese vigilando. 
  Corrió, resbaló resbaló sobre el piso lustrado, cayó y se levantó rápidamente. Se apoyó contra la pared y aprovechó que nadie observaba para correr una vez más, hasta debajo de la mesa. Allí estaba, respirando profundo, sin que nadie lo viera. Inspiró profundo y salió de su escondite. Cuando estuvo a punto de tocarla con sus manos, a punto de tomarla, escuchó una voz que gritaba. Cerró los ojos y se estiró lo más que pudo.
  - ¡Tomás! ¿Qué estás haciendo? ¡Te estaba buscando! - Era una voz chillona, y aguda, muy fuerte. Pero no tan horrorizada. 
  Sintió que le tomaban de sus brazos y lo levantaban por el aire. Entonces supo que estuvo a punto, pero que ahora era imposible tomarla, ni siquiera tocarla. Y la observaba, tan perfecta, la quería toda, y no pudo ponerle tan solo un dedo encima para lamer después. 
Obra: Mirtha Qués.
Ph: Santiago Hillebrand.
  - ¡Tomás! ¿Qué comiste? - Escuchó decir una vez más mientras sentía que le tocaban el pañal y le inspeccionaban a ver qué era ese olor. Supo que lo llevaban al baño. Al doblar el pasillo la vio por última vez y supo que estuvo muy cerca. 
   Esa fue la última vez que la vio (hasta después del almuerzo).









Marcos Hillebrand.

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