Pecas de sangre.
Marcos Ezequiel Hillebrand.
shaquerla.blogspot.com
Entró y parecía una tintorería cualquiera. ¿Qué otro estado de ánimo podría uno sentir frente a todas esas máquinas, que no sea la indiferencia? No había mucho por lo que alegrarse o entristecerse. Un establecimiento donde tiñen o lavan la ropa, uno paga y se la devuelvan impecable.
Él no iba mucho a las tintorerías, y si en un mes hubiese necesitado ir dos veces, iría a dos tintorerías distintas; y si necesitase ir tres, iría a tres distintas. Este acto peculiar de no menudear un mismo sitio, con la misma gente, podría llevar detrás un complejo de apatía por crear lazos o vincularse con las personas, y quizás también un complejo de superioridad. Al verlo le traía a uno la sensación de asco, disimulado, intentando no hacer creer al mundo de que estaba bajo sus pies, y que él sentía caminar sobre él. Lo disimulaba, si, pero si uno le observaba bien podía verse, discreto, entre los dientes, esos aires de superioridad. Él no se sentía observado, pero le observaban a veces, eso es un hecho. Alguien siempre descubre tus cadáveres de a poco.
Un empleado, Manuel, como decía su uniforme, llevaba uno de los carros de estanterías cubierto con una lona blanca. Pasó detrás de una de las cabinas de planchado, pasó por un umbral que accedía a la zona trasera donde los clientes no podían pasar, dejó el carro y volvió. Cuando Sosa le vio acercarse se acomodó frente al mostrador y sin precipitarse aguardó . El empleado lo miró, sonrió y permaneció inmóvil con las manos sobre el mostrador. Sosa no saludó y explicó que había dejado unas camisas y unos pantalones de vestir hacía tres días. El empleado asentó, sonrió sin decir palabra y se marchó.
Ya ni recordaba cuál era la camisa que en realidad estaba sucia. En el pantalón no se notaba la mancha. Rojo sangre, se camuflaba en el negro clásico de la tela del mismo. Pero la camisa sí, la camisa tenía una pequeña mancha en la manga derecha y junto al último botón, debajo del ombligo. Dos pequeñas salpicaduras. Dos pecas de rojo sangre que podían arruinarlo. Siempre fue así y no dejaría de serlo, su meticulosidad y perfeccionismo hasta en los más pequeños detalles le habían valido a Sosa el andar campante por ahí, pisando el mundo con los tacos de sus zapatos, envileciendo las calles del centro y las baldosas de las plazas.
¿Cómo se habían salpicado ahí esas tres pequeñas gotas? De verdad, el pantalón no le molestaba; eran las diminutas pecas rojas en la camisa las que le hacían perder la cabeza. Aquel día cuando volvió a su departamento y vio las salpicaduras le dio mochadas y topetazos a la pared de durlock que separaba el living-comedor de la cocina. Fueron segundos de furia, enloqueció por un rato y se compuso. Automáticamente después se sacó la corbata, el saco, la camisa y el pantalón; se bañó y llevó la ropa de una semana a la tintorería, no podía llevar solo esa camisa, solo ese pantalón. Algunas camisas inclusive estaban limpias, algunos pantalones planchados, pero los arrugó y comprimió dentro de una gran bolsa negra, una de las últimas del paquete del mes pasado. La vez anterior se había encontrado, al llegar a su casa, con un cabello en una de las mangas de su saco de gabardina marrón oscuro. A veces se idolatraba, bien, pero algunas también se aborrecía y tenía ganas de estrangularse por idiota.
El empleado tardaba. Sosa comenzó a inquietarse, algo extraño en él. Comenzó a inquietarse y a sentirse observado. Recordó aquel cabello, las dos manchas de sangre como salpicaduras y su idiota presunción de incompetencia para con los empleados de la tintorería. Manuel no aparecía y Sosa comenzaba a mirar para los costados. Su disimulo era excelente, pero comenzó a transpirar la espalda. Un sudor frío le recordaba el rocío del Martes cuando al abrir el baúl de su Renalut Logan tomaba del interior una bolsa negra, pesada, y la arrojaba a un contenedor. Por primera vez comenzó a sentirse de verdad observado, y a que quizás lo hayan observado detenidamente varios días atrás, y recién ahora, en una tintorería en el centro, esperando que un empleado presuntamente incompetente le trajera sus camisas y sus pantalones -entre los que estarían su pantalón negro clásico manchado y su camisa clara con pecas de sangre muerta-, se diera cuenta. Detrás de la cabina de planchado alguien se cayó, la empleada más anciana yacía en el suelo y todos acudieron a socorrerla, tres clientes que esperaban también se asomaron por sobre el mostrador para ver lo que ocurría mientras la señora se quejaba de un dolor. Sosa giró sobre sus pies para ver qué pasaba pero antes de desentenderse de su malestar unas manos golpearon el mostrador detrás de él.
El empleado lo miraba fijo y no decía nada. Sonreía. Sosa se entregó a su complejo de superioridad por un segundo y tomó la bolsa azul donde estaban sus prendas. Estiró de los bordes pero el empleado no la soltó. Tiró con más fuerza y nada. Mientras tanto, todos atrás observaban a la señora que comenzaba a levantarse. Sosa observó el rostro de Manuel, sonreía mientras sostenía con fuerza la bolsa. El rostro de Sosa comenzó a desfigurarse frente al empleado incompetente que le hizo sentir que estaba sobre él. Sosa se sintió pisoteado, advertido. Tiró con más fuerza y se la quitó casi cayéndose de espaldas. Se acercó una vez más para pagar. Manuel no dejaba de sonreír mientras le miraba fijo a los ojos y tomaba el dinero.
-Disfrute señor, y vuelva cuando quiera. Cuídese -Dijo por último y "cuídese" retumbó en la cabeza de Sosa.
Condujo rápido, subió las escaleras corriendo y casi derribó la puerta. Tiró la bolsa sobre la mesa y la desgarró, comenzó a sacar las prendas de ropa y ninguna camisa estaba salpicada, ningún pantalón tampoco manchado. Se arrojó sobre el sillón y respiró pesadamente.
Después de unos minutos sonó el timbre. Bajó y antes de abrir la puerta vio una caja con sus datos escritos en la parte superior. Saludó a Don Medina, el portero, y éste le mencionó sobre la caja y un cartero. Sosa subió y abrió la caja. Habían una carta y una bolsa azul, pequeña. La abrió y estaban su camisa clara y su pantalón negro, cada prenda con sus respectivas salpicaduras. Comenzó a sudar, los oídos se le ahogaron en un pitido sordo dentro de su cabeza. Aturdido y apretando los dientes tomó la carta. Abrió el sobre y desplegó el papel sobre la mesa.
"No caben dos cuerpos en la misma zanja, ni dos manchas en un mismo filo."
Atte: Un artista como usted.
PD: No piense que no le observan.
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