jueves, 28 de agosto de 2014

Memoria de algo que se borra.




Ángeles.
 Memoria de algo que se borra.
Marcos Hillebrand.
shaquerla.blogspot.com.ar


Fotografía: Jimena Castiñeyras
Flickr: https://www.flickr.com/photos/jimenacasti/
Link de la Foto: https://www.flickr.com/photos/jimenacasti/14714611038/
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Ángeles arrastraba de antes problemas que aparentaban incurables. Ella no lo sabía, pero nosotros sí; o eso creíamos. La recuerdo tanto que su vacío todavía me llena. 
Un día no volvió a casa y cuando llamé a su celular no contestó. Había tomado un colectivo por la mañana hacia Rosario. Pasó unos días en casa de Miriam -su hermana- y su novio Carlos. Yo me enteré recién a los tres días, pero me tenía acostumbrado. 
Desde que la conocí siempre tuvo esa su forma de ser. Pero no fue hasta recién seis meses después del primer día de convivencia que comencé a descubrir los verdaderos problemas. No así las raíces. Una mañana decidió no levantarse y le dije que me esperase al mediodía, que llegaría de trabajar y saldríamos a pasear. Cuando llegué seguía acostada y no quiso levantarse. Así estuvo tres días y yo no sabía más que hacer. Tres días sin hablar de nada, solo unas escasas preguntas y respuestas desganadas como pelotas de ping pong rebotando una y otra vez en las cuatro paredes de la habitación. Al cuarto día, cuando llegué de trabajar y abrí la puerta sentí el aroma único de su sopa. Me levantó el ánimo, pesado. No puedo olvidar las sensaciones de aquel día. El departamento ya no era invisible, ya no era un cubo de cemento lleno de niebla en un espacio vacío de nuestra historia. El sabor en el aroma era delicioso, y cuando la vi ahí cocinando con una sonrisa, casi me caí, casi lloré. Yo me decía que simplemente había descansado de misteriosos trámites que la tenían a maltraer del otro lado de la almohada. 
Así como esa historia hubieron muchas, y cada vez se sucedían con más frecuencia. A comienzos del 2012 yo debía viajar cada quince días a Santa Fe para dar unas clases los viernes a la tarde y los sábados por la mañana. La primera vez volví el mismo sábado por la tarde, la segunda también. La tercera vez decidí visitar a Gerardo, un amigo que teníamos en común con Ángeles pero que no veíamos hace mucho. Ese fin de semana regresé el domingo; la encontré durmiendo y luego todo siguió normal, dos o tres días completamente postrada en la cama, a veces incluso la oía llorar. Pero no hablábamos, ella no quería hablar. A veces me acercaba para leerle alguna poesía, o alcanzarle algún libro. "Nadie la entendería" me dijo, y yo fui tan idiota de creérmelo. No hice más que eso, dejarla ser en la cama, dos o tres días. No debía ser así, yo debía haber hecho algo más, ella necesitaba un giro, aire, cambio. No bastaría nunca con verla ser un algo inanimado. Pero no lo sabía. Y ahora no sé si lo sé, pero para intentar no era necesario saber.
La cuarta vez ella fue conmigo, y lo pasamos bien, dormimos en el hotel de las veces anteriores y ella estaba alegre; había cambiado de aires, al menos un poco. Ya no fue dejarla sola en casa y saber que sus ojos no se abrirían en todo el fin de semana, que sus caderas le dolerían por tanto permanecer acostada. Era saber que no me extrañaría y no lloraría. Ella me extrañaba y lloraba por mi, yo lo sabía, pero aún así no me sentía querido. Me sentía un amuleto, pero yo le quería y eso me bastaba para permanecer a su lado. Si yo le servía, le seguiría sirviendo. 
La quinta vez me rogó no ir, la invité, me dijo que no, que quería quedarse, que no estaba bien. Me rogó que yo también me quedase, pero marché sin hacerle caso. Era mi trabajo y yo estaba convencido en que debía esforzarme. Es una buena filosofía, pero Ángeles necesitaba de mi tiempo, al menos un poco. El sábado a la mitad del día, a penas comenzaba a almorzar recibí una llamada que parecía venir de un paralelismo fantasmal. Me taladraba lenta y profundamente los cesos a la vez que se iba disolviendo en un escalofrío seco por todo el largo de mi espalda, deviniendo en un eco fatal: "Ángeles se suicidó, Rubén, se suicidó. ¿qué pasó? Se suicidó, decime, Rubén..." La voz de Miriam, suave pero rasposa, se desvanecía dentro de mi cabeza hasta desaparecer en un murmullo insoportable atado al mundo real del que ya no era actor. Caía lento en ese pequeño agujero negro sobre el que mis ojos se habían desmayado.

Ahora, un año después, la extraño, y ya no me esfuerzo tanto en el trabajo, no puedo. Recordarla me lleva tiempo y me demanda esfuerzo; pero me gusta recordarla, no me quejo. Sí me duele que los momentos se borren, lentamente, uno por uno. Sólo quedan o los más importantes o los más dolorosos... Pocas veces los más bellos. Pero no me quejo, me gusta recordarla. La sopa de aquel Martes y el Sábado soleado de la mudanza. El viaje a Mar Del Plata con Jazmin y Ernesto en su "Fitito" verde, las risas en el teatro, los abrigos en la playa y la ironía de abrazarnos porque teníamos frío en pleno 25 de Enero. 
Miriam a veces me visita y hablamos de Ángeles. Ella llora sus lágrimas mientras yo la observo y lloro por dentro, como casi todos los días. Sebastian, su hermano menor, ya tiene 8 años. No volví a verlo desde aquella semana de invierno en que vino de visita a casa con 6 añitos. "Tío", me decía, olvidarlo jamás. Miriam es lo último que queda en el mundo, vivo, que me conecta con Ángeles. Hasta hace tres meses tenía sus pertenencias en algunas cajas, pero Miriam me sugirió deshacerme de ellas y quedarme con lo más importante. Tengo en mi armario su vestido blanco a lunares rojos, tan pijama como vestido de gala; su cámara de fotos analógica, la poesía que le gustaba que yo le leyera cuando pasaba días en cama y la poesía que me escribía. Lo tengo todo tan intocable que ni la muerte se va a encargar más de alejarme de Ángeles. 
Pese a sus cosas, la casa está completamente muerta, no tiene más vida que las ventanas. No duele ni embellece, no hace nada, no dice nada, las paredes están quietas y mudas, frías. Algunas veces despierto en medio de la noche, alterado. Sueño el departamento lleno de vida como hace años, en algunas reuniones. Sueño al departamento hecho hogar. Sueño a Jazmín y Ernesto, a Gerardo, Agustina, Julio, todos bebiendo vino como aquellas noches en que poníamos discos de Jazz que no conocíamos y hablábamos hasta que la lengua se nos caía en el bolsillo y no articulábamos palabra más que "sí" o que "no". Y detrás de todos aparece ella, lenta y en forma divina. Pero su mirada me apena, y aunque esboza cariño me da tristeza, y me sonríe para no apenarme, y aunque intento reír no puedo. Lloro, y le hablo sin decir nada, le hablo con el alma.

-Ángeles. Ángeles, no te vayas ¿si? No te vayas, quedate. Ángeles...Ángeles...

Suelo soñarla, y todo es tan vívido que me gustaría poder engañarme con facilidad y vivir inmerso en el sueño. Sé, sin embargo, que son sueños, y que no es cuestión de días hasta despertar sino algunas pocas horas -cuando consigo dormir. Es por eso que a veces me paso dos o tres días tirado en la cama.

Un viernes que duró hasta el lunes, acostado en la cama, dormía y despertaba en secuencias de tres horas. Estaban todos, igual que las veces anteriores, bebiendo, riendo. Yo me acercaba al espejo cuando nadie me observaba, y lloraba en el reflejo, pero cuando ellos me hablaban entre carcajadas yo también reía, y no estaba ya llorando. Sin embargo el espejo seguía allí, y cada vez que me miraba veía mis lágrimas. Y cuando observaba a Ángeles ella no hablaba ni lloraba, y podía ver en su rostro que sabía que nosotros no la entendíamos en realidad, pero que tenía sus razones. Me sonrió entre las luces tenues y las copas de vino, miró al suelo, se tocó el cabello y se marchó justo antes de despertar. Entonces entendí que nosotros no entendíamos nada, absolutamente nada.
Me gustaría hacerte saber, de alguna forma, que estés tranquila, que cuando te olvide te voy a seguir extrañando.

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