jueves, 22 de mayo de 2014

Lagota.

¿Y cómo no se es obvio? La gota transparente conoce el agujero negro...y playo.

  Desprendiéndose del techo una gota, como desprendería de sus brazos una madre a su hijo único, que con nueve años carga la mochila al hombro y sube al tren que lo llevaría directo hacia algún agujero negro: La madre tomada de los brazos por tipos vestidos de gris, y el niño introducido de forma pacífica dentro del tren por tipos vestidos con una capa de invisibilidad. El niño sin llorar, la madre rasgándose el alma en un llanto ensordecedor, cargado de blasfemas, mientras que con la punta de sus dedos siente por última vez la suave piel de la mano de su hijo. Así se desprendía la gota del techo, y caía al agujero negro entre las rocas. Tan infinito como húmedo, tan indescifrable como descifrable, tan común, tan extraño.
  El agujero negro entre las rocas ve acercarse la gota en cámara lenta. Un cielo gris oscuro, con nubes color ceniza que adornan de forma fantástica el fondo de lo que sería una excelente fotografía, mientras se ilumina la gota por la luz de los rayos, y tiembla el suelo por el trueno. El agujero negro, sumido en la inmensidad del esteticismo de la gota en caída, teme y se recoge sobre su eterna profundidad, como escondiendo un alma frágil, imposible de ver entre tanta roca que hace al agujero negro en su esencia.
  Se acerca la gota, inmutada de su enormidad, al suelo. Le espera en éste, un agujero negro pálida donde, sin saber, la gota mojaría la eternidad, convirtiendo las estrellas en tierra, y el universo en suelo.
  Distendida, la gota encuentra su final al tocar el suelo, donde nace de una muerte al revés de los humanos. La gota nació estando muerta primero, para yacer otra vez en el frío de una nueva muerte, desconocida. Se cumple el despertar golpeando el suelo, y al instante, la gota falleció. Y distendida, repito, la gota es absorbida por el suelo y no queda nada de la gota en la superficialidad del mundo. Corriendo entre las raíces de un agujero negro tan marrón como podría ser un tronco, o dos troncos, la gota, frente a todo pronóstico, se encuentra una vez más con vida. Una vida distinta.
  Ya no existe más la gota, y el agujero negro, ignorando los efectos que en su interior ésta había y seguía generando, toma otra vez el poder místico que sus las demás gotas tanto temen, y toma fuerza de nuevo, y se cruza de brazos esperando a ver si otra "de esas" se acerca temerosa, como no lo había sido la anterior. Del techo se desprende por fin otra gota, tomando la iniciativa de la ya "muerta" y absorbida compañera, y el agujero negro no comprende, y ve acercarse la gota, entre rayos y nubes, que rugen el doble y se oscurecen todavía más. Entonces el agujero negro ya deja de ser agujero negro una vez más, y se convierte en pálido agujero verde. Y la gota termina de desprenderse, ya no como una madre de su hijo, ahora como un enfermo de su enfermedad. Y cae. Y estremece al día, y la vida. Y todas las siguen. Y mojan tanto el suelo que las rocas se hunden en un lodo denso. Y éste, de pronto, habiendo nacido del miedo, es devorado como ninguna gota había visto jamás.
  Tanto temían las gotas a un agujero negro que no devoraba ni golpeaba, tanto, tanto, que ignoraban en realidad, que el temible era quien temía, y las que temían eran, entre todas, tan temibles como un agujero negro.


Marcos Hillebrand.

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